“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la
verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo
para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no
hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros”.
1 Juan 1:8-10
INTRODUCCIÓN
Ya
el apóstol Juan toco el tema de que Dios es luz y por tanto en Él no hay tinieblas,
lo cual a su vez implica que los cristianos deben vivir en luz, abandonando
todos sus pecados, pero antes de continuar al siguiente capítulo, el apóstol
nos habla acerca de la confesión de pecados ya que en este tiempo existían
muchas personas que pudiesen creer que ellos no tenían oportunidad de conocerlo
por causa de sus muchas maldades debido a la enseñanza hedonista que los exhortaba
a satisfacer sus deseos pecaminosos ya que al final la carne es mala y no hay
nada más que hacer, o por el contrario, alguien que confiando en sus obras
pudiese considerarse justo por practicar el ascetismo y pensar que no tenía
pecado, pero la verdad es que todos hemos pecado y necesitamos confesarlos
delante de Dios para que estos sean perdonados.
UNA REALIDAD BÍBLICA: TODOS HEMOS PECADO
“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros… Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros”.
1 Juan 1:8, 10
En
este versículo el apóstol Juan nos declara una realidad bíblica que no podemos
negar: Si decimos que no tenemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Como
seres humanos, descendientes de Adán, todos nacemos con la naturaleza
pecaminosa la cual nos seduce e impulsa a pecar y nuestros pensamientos son
tendientes a lo malo, incapaces de elegir lo bueno sin la ayuda divina,
sin embargo, todo aquel que es nacido de Dios puede con la ayuda del
Espíritu Santo abandonar sus pecados y buscar lo bueno: “Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la
carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. Porque el
ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz.
Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se
sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”, (Romanos 8:5-7). Ahora
bien, el apóstol Juan desea que sus lectores comprendan la realidad del pecado
en sus vidas y como este nos aleja de Dios, por ello, el primer paso para la
reconciliación con Dios es aceptar la realidad de nuestros pecados, si no lo
hacemos, nos engañamos y nos hacemos mentirosos delante de Dios ya que su
verdad no está en nosotros, o si decimos que en nosotros no hay pecado por
considerarnos justos, cometemos el pecado de llamarle a Él mentiroso y no
creemos en su palabra.
LA CONFESIÓN DE PECADOS
“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.
1 Juan 1:9
Juan
nos enseña la necesidad que como seres imperfectos tenemos de la confesión de
pecados. Lo primero que uno puede entender en la Biblia respecto a este
tema es la necesidad que tenemos de confesar nuestros pecados para que estos
sean perdonados. En proverbios se nos enseña que aquellos que no
confiesan sus pecados, sino que los encubren, jamás prosperaran ni alcanzaran
la misericordia de Dios: “El que encubre sus pecados
no prosperará; más el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”,
(Proverbios 28:13), de allí la importancia de confesar nuestras transgresiones.
Para este tiempo, muchos enseñaban que la carne era mala y por tanto no había
mucho que hacer, por lo que lo mejor era entregarse a los deseos temporales de
la carne y a esto se le llamaba hedonismo. Estos necesitaban reconocer sus
pecados y arrepentirse de ellos. Por otro lado, también estaban aquellos que bajo
este mismo pensamiento, la carne es mala, pero el espíritu es bueno, buscaban
la forma de negar sus instintos pecaminoso, entrando a un estilo de vida de
austeridad y total pobreza, llegando muchas veces a martirizar el cuerpo para
aplacar los instintos de la naturaleza pecaminosa, a esto se le conocía como
ascetismo y los tales se consideraban justos por el estilo de vida que llevaban
y por ende creían que no tenían necesidad de confesarse, pero Juan les dice
aquí que ellos también deben hacerlo porque solo Jesús puede perdonar sus pecados.
Ahora bien, ante todo esto puede surgir la pregunta: ¿Cómo debemos hacerlo?
Veamos que podemos aprender.
1. La confesión debe reconocer nuestra culpa por nuestros pecados.
En primer lugar, la confesión de nuestros pecados debe ser
resultado de un verdadero arrepentimiento que reconoce su culpa por las faltas
cometidas: “Mi pecado te declaré, y no
encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste
la maldad de mi pecado”, (Salmo 32:5). Como el salmista debemos
estar dispuestos a reconocer nuestra maldad y confesarle todo al Señor. De nada
sirve la confesión de nuestros pecados si este no proviene de un corazón
contrito y humillado, Dios jamás lo considerara; pero aquel que reconoce sus
pecados y los confiesa en verdadero arrepentimiento Dios lo atiende: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al
corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios”, (Salmo
51:17).
2. La confesión de nuestros pecados debe ir dirigida a Jesús.
En segundo lugar, la confesión por nuestros pecados debe ir
dirigida a Jesús. Nuestras confesiones no deben realizarse delante de
hombres con el fin de que estos nos absuelvan, antes debemos confesar nuestras
transgresiones delante de Jesús con el fin de que Él nos perdone: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para
perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”, (1 Juan 1:9).
Solamente Jesús tiene la potestad de perdonar pecados y por ello debemos creer
en su fidelidad y justicia que son la garantía que se nos da para que al
confesarlos seamos perdonados: “Y en ningún otro hay
salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que
podamos ser salvos”, (Hechos 4:12).
3. Debemos confesar a Jesús como Señor y Salvador.
Finalmente, después de haber confesado nuestros pecados en completo
arrepentimiento, debemos confesar a Jesús como Señor y Salvador de
nuestra vida. Pablo nos enseña esto: “Que si
confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios
le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para
justicia, pero con la boca se confiesa para salvación”, (Romanos
10:9-10), de acuerdo a estos versículos, primero debemos confesarlo como
nuestro Señor y esto significa afirmar y permitir que Jesús sea el dueño
absoluto de nuestra vida, renunciar a nuestra vida de pecado
sometiéndonos a su palabra. Y, en segundo lugar, debemos creer que su
sacrificio es suficiente para que seamos salvo, cuando esto es así
Pablo afirma que seremos perdonados de nuestras iniquidades.
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