La Iglesia Imperial


“Pero tengo unas pocas cosas contra ti: que tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de cosas sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación. Y también tienes a los que retienen la doctrina de los nicolaítas, la que yo aborrezco”.

Apocalipsis 2:14-15

Constantino
Estatua de Constantino
“Desde  la  promulgación  del Edicto de Constantino en 313 d.C., hasta que terminó el Imperio Romano, la espada de la persecución no solo se envainó, sino que se sepultó”.
Jesse Lyman Hurlbut

INTRODUCCIÓN



              Se conoce como La Iglesia Imperial al periodo de tiempo que comprende desde el 313 d.C. que inicio con el edicto de Milán, hasta el año 476 d.C. Después de su victoria final, Constantino declaró como religión oficial del imperio el cristianismo lo cual trajo un periodo de paz a la iglesia y después de ser perseguidos llegaron a ocupar un lugar muy privilegiado en el imperio. Ente periodo marca un punto muy importante en la historia de la iglesia que determinara su futuro desarrollo, tanto para bien como para mal. Con el edicto de Milán en el 313 que favorecía al cristianismo vieron otras leyes que influyeron poderosamente en el futuro del imperio. Los templos de los cristianos que habían sido clausurados y destruidos en tiempos de la persecución fueron reabiertos y remodelados, pronto los ministros del evangelio que un día fueron despreciados y conducidos a la muerte eran estimados en gran manera y llegaron a ocupar puestos de gran prestigio como consejeros de gobernadores y del mismo emperador. También llegaron a estar exentos de algunos impuestos que todo el pueblo pagaba. El emperador declaro el día domingo como el día de descanso y para adorar libremente al Dios y pronto adopto todos sus símbolos para identificarse con el cristianismo, especialmente la cruz a tal punto que llegó a prohibir la muerte en la cruz que el antiguo imperio romano decretaba sobre la pena máxima a criminales que no poseían la ciudadanía romana. Además, los principios del evangelio influyeron tanto que llegaron a establecer leyes más justas para los esclavos, los cuales no gozaban de ninguna, también se abolió la muerte de los niños que los padres aborreciesen por cualquier razón, algo que era común antes de este edicto, y así la vida humana llegó a ser más apreciada. Los  juegos  de  gladiadores  se  prohibieron.  Es a  ley  se  puso  en  vigor  en  la nueva capital de Constantino, donde el Hipódromo nunca se  contaminó con hombres que se matasen entre sí para placer de los  espectadores. No obstante, los combates siguieron en el anfiteatro romano hasta 404 d.C., cuando  el  monje  Telémaco  saltó  a  la  arena  y  procuró  apartar  a  los gladiadores. Al monje lo asesinaron, pero desde entonces cesó la matanza de los hombres para placer de los  espectadores. Así el cristianismo influyo poderosamente en el imperio, pero lamentablemente también el imperio influyó de manera negativa en la iglesia. Jesse Lyman Hurlbut nos comenta al respecto: “El cese de la persecución  fue  una  bendición,   pero  el establecimiento del cristianismo  como religión del estado llegó  a ser una maldición. Todos  procuraban  ser  miembros  de  la  iglesia  y  a  casi  todos  los  recibían. Tanto los buenos como los malos, los que sinceramente buscaban   a Dios y los  hipócritas  que  procuraban  ganancia  personal,  se apresuraban  a ingresar  en  la  comunión.  Hombres  mundanos,  ambiciosos,   sin  escrúpulos, buscaban puestos en la iglesia para obtener influencia   social  y política. El tono moral del cristianismo en el poder  era mucho más bajo que el que había distinguido a la misma gente bajo el tiempo de la persecución. Los  servicios  de  adoración  aumentaron  en  esplendor,  pero eran menos espirituales y sinceros que los de tiempos anteriores. Las formas y ceremonias del paganismo gradualmente se fueron infiltrando en la adoración. Algunas de  las  antiguas  fiestas  paganas  llegaron  a  ser   fiestas  de  la  iglesia  con cambio de nombre y de adoración”. Así este periodo trajo un gran mal a la iglesia del Señor a tal punto que evolucionaria hasta convertirse en una iglesia idolátrica, amante del poder del estado y supersticiosa, y en un futuro tomaría la forma de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. De alguna manera las palabras de reprensión de Jesús dirigidas a la iglesia de Pérgamo en Apocalipsis encajan perfectamente con lo que paso en este período: “Pero tengo unas pocas cosas contra ti: que tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de cosas sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación. Y también tienes a los que retienen la doctrina de los nicolaítas, la que yo aborrezco”, (Apocalipsis 2:14-15). Recordamos que Balaam fue un profeta que se vendió por dinero y enseño a Balac a arrastrar a los israelitas al pecado para alejarlos de Dios, además, se cree que la doctrina de los nicolaítas alentaba a los ministros a buscar el poder y la preeminencia en todo. Esto fue lo que con el tiempo llego a contaminar a la iglesia del Señor. Muchos ven en estos acontecimientos un ataque diferente de Satanás a la iglesia. Después haber intentado por 300 años de exterminar a la iglesia del Señor por medio de las más crueles barbaridades, decidió introducirse silijosamente con la aparente bandera de la paz y ofreciendo poder y dinero a sus ministros para corromperlos y mundanalizar a la santa iglesia.

            CONSTANTINO


“La bondad eterna, santa e incomprensible de Dios no nos permite vagar en las sombras, sino que nos muestra el camino de salvación… Esto lo he visto tanto en otros como en mí mismo”.
Constantino

              Resulta muy difícil estudiar la historia de la iglesia sin considerar la vida de Constantino. Si bien es cierto no podemos colocarlo en las filas de los piadosos cristianos, tampoco podemos negar su incalculable simpatía hacia el cristianismo. Después de su visión de la cruz y su victoria final, llego a abrazar tanto el cristianismo que permitió su libertad de religión en el imperio. En el año 313 se promulgó en Milán el edicto por medio del cual se concedía la libertad de profesar el cristianismo. Al mismo tiempo se concedía este derecho a todas las religiones. Desde este edicto data lo que se llama la paz de la iglesia. También se ordenaba que las propiedades de los cristianos que habían sido confiscadas durante la última persecución, fueran devueltas a sus primitivos dueños, indemnizando los perjuicios que sufriesen los que habían adquirido esas propiedades. Desde que Constantino tomó esta actitud con los cristianos, aumentó considerablemente el número de los que abandonaban el paganismo. Las iglesias se hicieron cada vez más numerosas. No se exigía para ingresar a ellas pruebas de una genuina conversión y todo se reducía a una mera profesión exterior. Las costumbres simples que habían caracterizado a los cristianos, empezaron a desaparecer. El lujo y la pompa entró en las iglesias, y el espíritu ceremonial se manifestó cada vez más profundo. Constantino se rodeó de consejeros que profesaban el cristianismo, pero que habían perdido, o nunca conocido, la piedad real. Otros que en días de pruebas se habían mantenido cerca del Señor, al verse favorecidos por el monarca, se hicieron mundanos, perdiendo toda influencia espiritual. Los altos cargos en el palacio imperial fueron confiados a cristianos nominales y estos favores contribuían a que las iglesias se llenasen de hipócritas que veían en la profesión del cristianismo un medio fácil de alcanzar distinciones oficiales. Los obispos y demás dirigentes del cristianismo, lejos de impedir estas manifestaciones de hipocresía, parece que se hallaban muy satisfechos del nuevo rumbo que tomaban las cosas.

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Constantino ve la señal de la Cruz en el cielo

No obstante, Constantino no había renunciado al paganismo, en cuyos actos participaba por varios años más, después del edicto de Milán. Nunca abandonó el título de Pontifex Maximus del paganismo y en muchos de sus actos demuestra inclinación a la superstición que por otra parte se esforzaba en destruir. En varios casos aparece como queriendo emplear la fuerza para hacer desaparecer las viejas y caducas formas del culto, pero sus ataques al paganismo siempre tuvieron algún justificativo delante de la opinión pública, porque iban dirigidos contra los actos en que se manifestaba el espíritu bajo e inmoral de aquel culto. Hizo demoler el templo y bosque sagrado de Venus en Apaca, de Fenicia, porque era notorio que aquel centro de pretendida devoción era un verdadero prostíbulo y foco de la más grosera inmoralidad. Por la misma razón hicieron suprimir los ritos abominables que tenían lugar en Heliópolis de Fenicia. También suprimió un célebre templo de Esculapio en Sicilia, frecuentado por muchos peregrinos que acudían llevados por la fama de los sacerdotes que pretendían tener poderes sobrenaturales para curar toda clase de enfermedades. El templo estaba lleno de ofrendas donadas por las personas que se creían deudoras al santuario. Para poner fin a tanto engaño Constantino ordenó que el templo fuese demolido. Muchos de los objetos de arte que habían adornado éste y otros templos fueron llevados para adornar el palacio imperial. La destrucción de templos paganos y los favores manifiestos acordados a los cristianos, en nada contribuían en favor del verdadero carácter religioso del pueblo. Los que eran paganos de convicción seguían siéndolo con más fervor, otros caían en un completo escepticismo y los que venían a aumentar las filas de los cristianos, no traían la base de la regeneración que sólo puede hacer eficaz la profesión de un credo que pide a sus adeptos una vida santa y ejemplar.

Una medida que tuvo grandes consecuencias en la futura historia del cristianismo fue la fundación de la ciudad de Constantinopla. El emperador parece no hallarse a gusto en una ciudad cuyo carácter pagano no era fácil hacer desaparecer. No hay dudas de que causas políticas también influyeron sobre el ánimo de Constantino cuando resolvió mudar la capital a la nueva ciudad que levantaba dándole su nombre. Roma era el centro del paganismo y al iniciar una nueva orientación en los destinos de la nación, también quería tener una nueva capital donde el arte cristiano substituyese el arte de la gentilidad y donde las nuevas instituciones pudiesen florecer sin obstáculo. Sobre la vieja ciudad de Bizancio, situada en uno de los puntos más estratégicos del universo, se levantaría la nueva capital, la nueva Roma, llamada a ser el centro de la mitad del Imperio durante largos siglos. Dentro de sus nuevos y fuertísimos muros no habría templos paganos que hiciesen recordar al pasado en decadencia. Por todas partes se levantarían iglesias cristianas decoradas con un arte nuevo y despojado de todo recuerdo del viejo sistema. Los mejores obreros de todo el Imperio fueron enviados a trabajar en los magníficos palacios que ostentaría ese nuevo centro de cultura. Todos contribuían entusiastas a la realización del sueño dorado de Constantino. Las ciudades de Grecia eran despojadas de sus mejores obras de arte, que eran llevadas para contribuir al embellecimiento de Constantinopla. En el año 321 Constantino publicó el siguiente edicto, relacionado con el descanso dominical, que los cristianos observaban ya desde los tiempos de los apóstoles: “Que todos los jueces y todos los que habitan en las ciudades, y los que se ocupan en diferentes oficios, descansen en el venerable día del sol, pero que se deje a los que están en el campo, usar de su libertad para atender los trabajos de la agricultura, porque a menudo sucede que otro día no es apropiado para sembrar grano y plantar viñas, no suceda que se pierda la ocasión favorable que el cielo conceda”. Este decreto fue dado con el objeto de favorecer a los cristianos, haciéndoles más fácil la observancia del día dominical. Es sabido que les era sumamente dificultoso, en las ciudades, consagrar este día a cosas puramente espirituales, viviendo en una sociedad que no tenía la misma costumbre. Constantino al implantar el reposo semanal, no lo hizo en el sentido rigurosamente religioso. Ordenaba el descanso, pero no como acto devocional, de modo que su observancia no implicaba una conformidad al cristianismo. Como estadista aventajado no dejaba de comprender que sería beneficiosa para los habitantes en general, una práctica que había sido de general aplicación entre los israelitas y que había dado siempre los mejores resultados. El domingo es llamado en el edicto de Constantino, día del sol, como se le llama aún en inglés Sunday y otros idiomas europeos. La designación de día dominical era peculiar a los cristianos tal nombre no hubiera sido entendido por los paganos a quienes se dirigía especialmente el edicto, porque los cristianos no necesitaban de esa orden de carácter oficial para observar el día que les traía el grato recuerdo de la resurrección del divino Maestro.

Constantino, sin llegar tan lejos como a hacer del cristianismo la religión oficial del Estado, dispuso de los fondos públicos para favorecer al clero, sentando así la base de lo que llegó a ser la unión de la iglesia con el estado. Error funesto, que causó grandes e incalculables perjuicios tanto, a la religión como al poder civil. Las iglesias dejan entonces de depender de la protección de su Señor celestial para depender de la protección de los gobiernos. Su fuerza, ya no está más en el testimonio de sus mártires muriendo heroicamente en la arena del anfiteatro. Su gloria ya no sería la cruz ignominiosa de la cual pendió el Salvador. El falso brillo del mundano exterior iba muy pronto a cegarla. Los cristianos creían que había llegado el día de su humillación y derrota, cubiertas de la apariencia engañosa de las cosas perecederas de este siglo que se deshace. La correcta idea neo-testamentaria de la iglesia empieza a desaparecer. Ya no se habla, sino en muy raros casos, de las iglesias, refiriéndose a las congregaciones locales que mantenían el culto cristiano. El doctor W. J. Mc Glothlin, profesor de historia eclesiástica dice: “La independencia y significación de la iglesia local sucumbe y se pierde en el predominio y poder de las iglesias de las grandes ciudades, y éstas a su vez se confunden en el concepto de una iglesia universal (católica) que contiene a todos los cristianos y a muchas personas indignas. Se la considera como a una entidad en sí misma, independiente de sus miembros, santa, indivisible e inviolable, no más como a una comunidad de salvados, sino como a una institución que salva, fuera de la cual no hay salvación”. El espíritu clerical, que desde hacía tiempo había empezado a ganar terreno en las iglesias, matando la gran verdad bíblica del sacerdocio universal y espiritual de los creyentes, pudo sentarse en su poco envidiable trono cuando Constantino empezó a conceder privilegios a los obispos y demás personas que ocupaban puestos en relación con la obra cristiana. Al pasar de las catacumbas al trono, dejaron sepultados en el olvido, la fe, el amor y todas las virtudes que forman el carácter del cristiano. Con la protección del estado, como dijo Alejandro Vinet, la religión dejo de ser una cuestión del cielo y se hizo una cuestión del suelo. Parecerá extraño que el emperador, que participaba en todos los actos de la actividad eclesiástica, que trataba con los obispos, que convocaba concilios, y que prácticamente había tomado la dirección de la iglesia, aún no había sido bautizado, y no lo fue hasta los últimos días de su vida. Ya tenía sesenta y cuatro años de edad y hasta entonces había gozado de muy buena salud física. Ahora empieza a sentir que sus fuerzas flaquean. Dejó entonces a Constantinopla y se retiró a la ciudad de Helenopolis, recientemente fundada por su madre, para disfrutar allí de la suave temperatura de la primavera, tan deliciosa bajo ese hermoso cielo límpido. Cuando se sintió mal acudió a la iglesia del lugar e hizo la confesión de fe necesaria para entrar a ser considerado catecúmeno. De ahí pasó a residir a un castillo cerca de Nicomedia, a donde llamó a un grupo de obispos y rodeado de ellos, fue bautizado por Eusebio, obispo de Nicomedia. Esto tuvo lugar poco antes de su muerte, ocurrida en el año 337.

EL CONCILIO DE NICEA


“Creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e invisibles; y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, unigénito del Padre, de la esencia del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero Dios; engendrado, no creado, de una misma sustancia que el Padre..”
Credo Niceno

              La controversia de Arrio dio origen al famoso concilio de Nicea, convocado por Constantino. Vamos a ocuparnos de esta controversia para luego ocuparnos del concilio mismo. Desde mucho antes de esta época, se nota entre los doctores cristianos una fuerte tendencia a la discusión de temas profundos y de carácter especulativo más bien que práctico. La Trinidad y los infinitos puntos que se desprenden de esta doctrina, era el asunto predilecto de muchos de los escritores y pensadores cristianos. La religión empezaba a ser para ellos una cuestión filosófica, y dejaba de ser una cuestión de vida y poder. La energía que antes se había empleado en evangelizar al mundo y fortificar la fe de los creyentes, se empleaba ahora en largas e interminables discusiones sobre temas insondables. Arrio era un presbítero que estaba al frente de una de las iglesias de Alejandría. Ha sido descripto como un hombre alto, fogoso, imponente, docto, incansable y muy dado a discusiones. Ejercía mucha influencia sobre el pueblo que le rodeaba. Empezó a predicar que Cristo había sido creado por el Padre antes que toda otra criatura; que no era eterno; que había tenido principio, y que, por lo tanto, no podía ser mirado como igual a Dios. Su objeto no era en ningún modo aminorar la gloria de Cristo, sino dar énfasis al monoteísmo. “Tenemos que suponer —decía Arrio— dos esencias divinas originales y sin principio, e independientes una de otra; tenemos que suponer la diarquía en lugar de la monarquía, o no tenemos que temer declarar que el Logos (el Verbo) tuvo un principio de existencia y que hubo un momento cuando no existió”. La doctrina de Arrio estaba en contradicción con las enseñanzas del prólogo del Evangelio según San Juan donde se enseña la eternidad del Logos que “en el principio era con Dios”. Era la negación de todo lo que el Nuevo Testamento dice sobre la divinidad de Cristo.

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Concilio de Nicea

La forma atrayente como Arrio presentaba sus ideas, y la incuestionable sinceridad que le animaba, contribuía no poco a que muchos mirasen con indiferencia su propaganda, no creyéndola en nada peligrosa a la sana doctrina. Alejandro, el obispo de Alejandría, permanecía silencioso, tal vez estudiando el asunto y pensando en qué actitud debía asumir. Por fin resolvió pronunciarse en contra de Arrio. Alejandro acostumbraba celebrar conferencias teológicas con las personas que componían el clero de su diócesis, y en una de éstas expuso sus ideas condenando abiertamente las de Arrio. Más tarde, en el año 321, cuando se celebraba un sínodo al que acudían todos los obispos de Egipto y de Libia, depuso a Arrio, y lo excluyó de la comunión de la iglesia. Pero Arrio no se dio por vencido. Su partido era ya numeroso, y la oposición oficial de Alejandro sólo lograría hacerlo más agresivo. No cesaba en la propaganda, que efectuaba por medio de cartas y trabajos personales. Consiguió interesar en su causa a muchos cristianos influyentes. En Nicomedia logró que el obispo Eusebio se pronunciase en su favor. La herejía naciente pronto se convirtió en un gigante. Parecía que todas las iglesias de Egipto y de Asia Menor se sentían inclinadas a ella. En todos los círculos se discutía sobre el intrincado tema que causaba la división. Alejandro escribía a todos los obispos cartas circulares en las que presentaba las doctrinas de Arrio como anticristianas y heréticas. Muchos tomaban una posición mediana y querían conciliar a los dos partidos. Estos crearon lo que más tarde se llamó el semi-arrianismo. Constantino, acostumbrado, en el dominio político, a ver que el poder dependía de la completa unidad temía que esta división trajese grandes males a la causa cristiana y resolvió emplear su influencia para que la controversia cesara. No entendía, ni quería entender lo que para su mente era sólo una cuestión de palabras. Su primer paso para apaciguar la tormenta consistió en escribir una carta a Alejandro y otra a Arrio. “Devolvedme —les dice— mis días quietos y mis noches tranquilas. Dadme gozo en lugar de lágrimas. ¿Cómo puedo yo estar en paz, mientras el pueblo de Dios de quien soy siervo, está dividido por un irrazonable y pernicioso espíritu de contienda?”. A fin de que sus esfuerzos resultasen más eficaces, mandó la carta por medio de Osio, obispo de Córdoba, célebre ciudad española, quien personalmente debía expresarles los deseos del emperador, y procurar la reconciliación de los adalides de la contienda. Sus buenos deseos no dieron ningún resultado. La lucha continuaba cada día más agria. Los dos bandos se hacían toda la guerra posible. Constantino entonces pensó que la reunión de un concilio general podría poner fin a este mal. En junio del año 325 se reunió el Concilio bajo los auspicios del emperador, en la ciudad de Nicea, cerca de la capital. Todo había sido arreglado con gran pompa para que el acto fuese imponente. Los coches y caballos de la casa imperial fueron puestos a disposición de los obispos, que llegaban de todas partes y especialmente de Oriente. Del Occidente sólo llegaron en muy limitado número. En la asamblea tomaron asiento trescientos dieciocho obispos. Varios de ellos eran ancianos venerables que habían sufrido bajo la persecución de Diocleciano. Al entrar Constantino en la sala de sesiones, todos se pusieron en pie, pero él no tomó asiento hasta que los obispos le hicieron indicación en este sentido, para dar a entender que no pretendía ocupar oficialmente un lugar en la asamblea. Arrio estaba presente para defender sus ideas. Entre sus opositores se hallaba el más tarde célebre Atanasio, “pequeño de estatura —dice Gregorio Nacianceno— pero su rostro radiante de inteligencia, como el rostro de un ángel”. Ni Arrio, que era presbítero ni Atanasio que era diácono estaban allí como miembros del Concilio, pero a ambos se les concedió la palabra, sin voto. Los debates duraron dos meses perdiendo terreno cada día el arrianismo. Eusebio de Cesárea, el padre de la Historia Eclesiástica, con un grupo pequeño formaban el partido moderado, que junto con Constantino procuraba la reconciliación. El arrianismo fue finalmente condenado, y el siguiente credo subscripto por casi la totalidad: “Creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e invisibles; y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, unigénito del Padre, de la esencia del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero Dios; engendrado, no creado, de una misma sustancia que el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas que están en los cielos y en la tierra; quien por nosotros los hombres, y para nuestra salvación descendió de los cielos, se encarnó, se hizo hombre, sufrió, resucitó al tercer día, ascendió a los cielos, y vendrá otra vez a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo”. Después de mucha discusión y con gran aclamación, se resolvió añadir al credo la siguiente cláusula disciplinaria, como más enérgica condenación del arrianismo: “A los que dicen que hubo un tiempo cuando El no existió, y que no era antes de ser engendrado, y que fue hecho de la nada, o que el Hijo de Dios es creado, que es mutable o sujeto a cambio, la iglesia católica los anatematiza”. Sólo cinco obispos se negaron a firmar este credo, pero después tres de ellos consintieron, quedando sólo dos bajo el anatema.

LA VIDA MONÁSTICA


“Los monjes que se apartan de sus celdas, o buscan la compañía de las gentes, pierden la paz, como el pez pierde la vida fuera del agua”.
Antonio el Ermitaño

            La corrupción de las iglesias y decadencia espiritual que caracteriza a este período, alarmó a muchas almas sinceras, que buscaron en el retiro y soledad un asilo donde poder vivir en contacto íntimo con Dios y ocupados completamente en el desarrollo de la vida interior. La intención que animaba a los primeros ermitaños era buena, pero completamente extraviada. Olvidaban que los cristianos tienen que ser la luz del mundo y la sal de la tierra; que Cristo oró para que los suyos fuesen librados del mal pero no quitados del mundo; y que los cristianos del tiempo apostólico, nunca pensaron en el retiro y soledad, sino en lidiar como buenos soldados en el campo de batalla de este mundo corrompido. El origen del monaquismo lo hallamos en la persona y obra de Antonio, quien nació en el año 251, en la ciudad de Heptanome, en los confines de la Tebaida. Era hijo de una familia rica y respetable, en el seno de la cual recibió su primera educación religiosa. Sus estudios fueron rudimentarios, y nunca llegó a iniciarse en las lenguas griega y latina, que eran en aquel entonces la prueba de que uno había recibido alguna instrucción. Desde su juventud mostró una fuerte tendencia a la vida contemplativa, evitando siempre el trato con los muchachos turbulentos. Las cosas del mundo no le interesaban, pero un profundo espíritu religioso, y una gran ansiedad por las cosas divinas determinaban todos los actos de su vida. Era infaltable a las reuniones religiosas, y lo que él mismo leía en la Biblia y lo que oía leer en las reuniones, quedaba impreso en su memoria y corazón. Hay autores que aseguran que sabía toda la Biblia de memoria. Cuando tenía unos veinte años quedó huérfano, quedando a su cargo una hermana mayor y los demás intereses de la casa. Un día, mientras se dirigía a la iglesia, su vivida imaginación le pintó el contraste que existía entre los verdaderos cristianos de las iglesias apostólicas, que vivían en amor y en comunidad, y los pretendidos cristianos de sus días, afanados puramente en cosas materiales. Preocupado con estos pensamientos entró en la iglesia donde oyó leer la siguiente porción del Evangelio: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; ven y sígueme”. Antonio creyó oír en estas palabras un mandamiento de Dios, dirigido a él mismo, ordenándole vender todos sus bienes y repartirlos a los pobres. Empezó por repartir su dinero y muebles entre los más necesitados de la aldea, y sus tierras las distribuyó también, quedándose sólo con lo necesario para atender las necesidades de su hermana, pero más tarde repartió aun esta parte, al leer en el Evangelio que no hay que afanarse por las necesidades del mañana. Dejando a su hermana bajo el cuidado de unas mujeres piadosas, una especie de monjas que vivían asociadas, se retiró a la soledad y empezó a vivir bajo el más rígido ascetismo. Se sostenía a sí mismo trabajando con sus propias manos, y lo que le sobraba lo daba a los pobres.

En el género de vida que adoptó cayó en el error de creer una virtud el ahogar los sentimientos naturales que Dios ha puesto en el hombre. Cada vez que se acordaba de su hermana o de otros deberes domésticos creía que era el tentador que procuraba hacerlo caer; y los más puros y sanos impulsos del corazón los atribuía a malos espíritus con los cuales se creía constantemente en guerra. Cada día iba alejándose más y más de los centros de población, hasta que se retiró a una lejana región montañosa, donde habitó veinte años entre las ruinas de un viejo castillo. Su fama de gran asceta fue extendiéndose, y por todo el Egipto se contaban acerca de él las cosas más extrañas. Todos lo buscaban pidiendo sus consejos, y finalmente consintió en ser el director espiritual de muchos que querían imitarle en el género de vida que había adoptado. Entre éstos hubo no pocos que estaban cansados de un cristianismo que sólo servía para alimentar discusiones teológicas. El Egipto se llenó de estos ermitaños, quienes al asociarse constituyeron las primeras órdenes monásticas, que pronto fueron extendiéndose por todos los países del Oriente. Antonio era el héroe entre ellos. A  él acudían de todas partes para someterle sus pleitos y dificultades. Creyó que esta fama lo conduciría al orgullo y se retiró a una región aún más apartada donde nadie le conocía. Se dedicaba a la agricultura y a la fabricación de canastas que cambiaba por alimentos. Cuando se descubrió su paradero volvió a verse rodeado de admiradores. En el año 311, bajo la persecución de Maximino, apareció en Alejandría, no buscando el martirio, sino para animar a los que tenían que sufrir. Cumplida su misión, sin ser molestado por los perseguidores, se retiró de nuevo a los desiertos. En el año 352, cuando tenía ya más de cien años de edad, volvió a Alejandría. Todos los habitantes, y aun los sacerdotes paganos, procuraban ver al hombre de Dios. Los enfermos buscaban tocar el borde de su vestido esperando ser curador milagrosamente. Regresó de nuevo entre los monjes donde pasó los últimos años, encargando que su cuerpo fuese escondido para que no llegase a ser objeto de superstición.

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Primeros monjes en el desierto

Los primeros monjes del desierto.


Influenciados por el ejemplo de ermitaños como Antonio, por las palabras del apóstol Pablo en 1 Corintios 7 donde dice que si alguien puede quedarse soltero que lo haga, ya que el soltero se dedica más a las cosas del Señor, y por algunas filosofías estoicas que sostenía que el cuerpo era la prisión o el sepulcro del alma, y que ésta no podía ser verdaderamente libre mientras el cuerpo no se sometiera a las más rigurosas limitaciones y disciplinas, el monaquismo comenzó a propagarse. Justo L. González en su obra “Historia del Cristianismo” nos relata los orígenes de las primeras personas que adoptaron este tipo de vida solitaria: “Aunque los orígenes del monaquismo cristiano se encuentran en diversas partes del Imperio Romano, no cabe duda de que el desierto —y particularmente el desierto de Egipto— fue tierra fértil para este movimiento, hasta tal punto que durante todo el siglo IV el desierto parece ser el lugar monástico por excelencia. La palabra misma, “monje”, viene del término griego monakós, que quiere decir “solitario”. Uno de los principales móviles de los primeros monjes fue vivir solos, apartados de la sociedad, su bullicio y sus tentaciones. El término “anacoreta”, por el que pronto se les conoció, quiere decir “retirado” o “fugitivo”. Para tales personas, el desierto representaba un atractivo único. No se trataba naturalmente de vivir en las arenas del desierto, sino de encontrar un lugar solitario —quizá un oasis, un valle entre montañas poco habitadas, o un antiguo cementerio— donde vivir alejado del resto del mundo. No es posible decir a ciencia cierta quién fue el primer monje —o monja— del desierto. Los dos nombres que se disputan ese título, Pablo y Antonio, deben su fama sencillamente al hecho de que dos grandes autores cristianos — Jerónimo y Atanasio respectivamente— escribieron sus vidas, dando a entender cada uno que el protagonista de su obra era el fundador del monaquismo egipcio. Pero la verdad es que es imposible saber —y que nadie supo nunca— quién fue el primer monje del desierto. El monaquismo no fue invención de algún individuo, sino que fue más bien un éxodo en masa, un contagio inaudito, que parece haber afectado al mismo tiempo a millares de personas”.

La vida monástica en comunidades.


Generalmente la vida monástica comenzó con personas que preferían estar solas, pero pronto comenzó una nueva variante de esta vida pero en comunidades. Justo L. González nos comenta al respecto: “El número creciente de personas que se retiraban al desierto, y el deseo de casi todas ellas de allegarse a un maestro experimentado, darían origen a un nuevo tipo de vida monástica. Ya hemos visto cómo Antonio tenía que huir constantemente de quienes venían a pedirle su ayuda y dirección. Cada vez más, los monjes solitarios cedieron el lugar a los que de un modo u otro vivían en comunidad. Estos, aunque recibían el nombre de “monjes” —es decir, de solitarios— consideraban que esa soledad se refería a su retiro del resto del mundo, y no necesariamente a vivir apartados de otros monjes. Este monaquismo recibe el nombre de “cenobita” —palabra derivada de dos términos griegos que significan “vida común”. Al igual que en el caso del monaquismo anacoreta, tampoco en cuanto al cenobítico nos es posible decir a ciencia cierta quién fue su fundador. Lo más probable es que haya surgido casi simultáneamente en diversos lugares, nacido, no de la habilidad creadora de individuo alguno, sino sencillamente de la presión de las circunstancias. La vida absolutamente apartada del anacoreta no estaba al alcance de muchas personas que marchaban al desierto, y así nació el cenobitismo. Sin embargo, aunque no haya sido su fundador, no cabe duda de que Pacomio fue quien le dio forma al monaquismo cenobítico egipcio. Pacomio nació hacia el año 286, en una pequeña aldea del sur de Egipto. Sus padres eran paganos, y él parece haber conocido poco acerca de la fe cristiana antes de ser arrebatado de su hogar por el servicio militar obligatorio. Se encontraba entristecido por su suerte, cuando un grupo de cristianos vino a consolarles a él y a sus compañeros de infortunio. El joven soldado se sintió tan conmovido ante este acto de caridad que hizo votos en el sentido de que, si de algún modo lograba librarse del servicio militar, se dedicaría él también al servicio de los demás. Cuando de modo inesperado se le permitió dejar el ejército, buscó quien lo instruyera en la fe cristiana y lo bautizara, y pocos años después decidió retirarse al desierto, donde solicitó y obtuvo la dirección del viejo anacoreta Palemón. Siete años pasó Pacomio junto a Palemón, hasta que oyó una voz que le ordenaba establecer su residencia en otro lugar. Su anciano maestro le ayudó a edificar allí un sitio donde vivir, y luego lo dejó solo. Poco después Juan, el hermano mayor de Pacomio, se le unió, y juntos se dedicaron a la vida contemplativa. Pero Pacomio no estaba satisfecho, y en sus oraciones constantemente rogaba a Dios que le mostrara el camino para servirle mejor. Por fin en una visión un ángel le dijo que Dios quería que sirviera a la humanidad. Pacomio no quiso escucharlo, insistiendo en que lo que él buscaba era precisamente servir a Dios, y no a la humanidad. Pero el ángel repitió su mensaje y Pacomio, recordando quizá los votos que había hecho en sus días de servicio militar, comprendió y aceptó lo que el ángel le decía. Con la ayuda de Juan, Pacomio construyó un muro amplio, dejando lugar dentro para un buen número de personas, y después reunió a un grupo de hombres que querían participar de la vida monástica. De ellos Pacomio no pidió más que el deseo de ser monjes, y se dedicó a enseñarles mediante el ejemplo lo que esto significaba. Pero sus supuestos discípulos se burlaban de él y de su humildad, y a la postre Pacomio los echó a todos. Comenzó entonces un segundo intento de vida monástica en comunidad. Contrariamente a lo que podría esperarse, Pacomio, en lugar de ser menos exigente, lo fue más. Desde un principio, quien quisiera unirse a su comunidad debería renunciar a todos sus bienes, y prometer obediencia absoluta a sus superiores. Además, todos participarían del trabajo manual, y nadie se consideraría a sí mismo por encima de labor alguna. La norma fundamental fue entonces el servicio mutuo, de tal modo que aun los superiores, a pesar de la obediencia absoluta que debían recibir, estaban obligados a servir a los demás. El monasterio que fundó sobre estas bases creció rápidamente, y en vida de Pacomio llegó a haber nueve monasterios, cada uno con centenares de monjes. Además, la hermana de Pacomio, María, fundó varias comunidades de monjas. Cada uno de estos monasterios estaba rodeado por muros con una sola entrada. Dentro de este recinto había varios edificios. Algunos de ellos, tales como la iglesia, el almacén, el comedor y la sala de reuniones, eran de uso común para todo el monasterio. Los demás eran casas en las que los monjes vivían agrupados según sus responsabilidades. Así, por ejemplo, había una casa de los porteros, cuyas responsabilidades consistían en ocuparse del alojamiento de quienes pidieran hospitalidad, y en recibir a los nuevos candidatos que solicitaran ser admitidos a la comunidad. Otras casas alojaban a los tejedores, los panaderos, los costureros, los zapateros, etc. En cada una de ellas había una sala común y varias celdas, en las que vivían los monjes de dos en dos. La vida de cada monje pacomiano se dedicaba por igual al trabajo y la devoción, y hasta el propio Pacomio daba ejemplo ocupándose de las labores más humildes. En cuanto a la devoción, el ideal era que todos siguieran el consejo paulino: “Orad sin cesar”. Por esta razón, mientras los panaderos horneaban, o mientras los zapateros preparaban el calzado, todos se dedicaban a cantar salmos, a recitar de memoria las Escrituras, a orar en voz alta o en silencio, o a meditar sobre algún pasaje bíblico. Además, dos veces al día se celebraban oraciones en común. Por la mañana todos los monjes del monasterio se reunían para orar, cantar salmos y escuchar la lectura de las Escrituras. Y por la noche hacían lo mismo, aunque reunidos en grupos más pequeños, en las salas de las diversas casas”.

JULIANO EL APÓSTATA


“Este muy humano príncipe (Constancio), aunque éramos parientes cercanos, nos trató del siguiente modo. Sin juicio alguno mató a seis primos comunes, a mi padre, que era su tío, a otro tío nuestro por parte de padre, y a mi hermano mayor”.
Juliano el Apóstata

              Los hijos de Constantino, al sucederle en el trono, continuaron la obra de su padre. Sin dar pruebas de conversión, y ejerciendo el más bárbaro despotismo con sus rivales, pretendían, sin embargo, implantar el cristianismo y hacerle de aceptación general a todos los súbditos. Constancio, al quedar como único dueño del Imperio, se esforzó en suprimir por la fuerza el paganismo, mostrando el mismo espíritu de intolerancia que los paganos anteriormente habían mostrado para con los cristianos. Confiscó los templos del viejo culto y el botín fue dado a las iglesias. Bajo pena de muerte prohibió los sacrificios públicos o privados, los que continuaron celebrándose a pesar de todo, porque los paganos eran aún numerosos. La profesión de cristianismo se hizo una necesidad a todas las personas que deseaban adelantar en la vida pública. Como su padre, intervenía en todos los asuntos eclesiásticos y doctrinales, y de hecho era él el obispo de los obispos. Juliano, llamado el Apóstata, a causa de haber vuelto al paganismo, desechando la enseñanza cristiana que había recibido, subió al trono en el año 361, y su reinado fue corto, pues terminó el año 363. Desde su juventud había mostrado gran interés en la literatura y estudios filosóficos. Leyó con avidez los autores griegos, y su mente estuvo siempre llena de ideas mitológicas. También leyó con interés los anales del martirologio cristiano, y no sólo profesó el cristianismo, sino que llegó a desempeñar el cargo de lector en una iglesia, pero más tarde cayó bajo la influencia de varios maestros platónicos, y especialmente de un tal Máximo, que lo inició en todas las explicaciones místicas del panteísmo común en todas las escuelas de Asia. Desde este tiempo, Juliano se hizo un ardiente admirador de la vieja mitología, aunque por humana prudencia, continuaba profesando el cristianismo. Estando en Atenas completamente absorto en la literatura clásica de los antiguos autores griegos, y practicando los misterios de Eleusis, fue llamado para recibir el título de César. Desde entonces se sintió bastante fuerte, y resolvió arrojar la máscara, declarándose abiertamente partidario de la restauración del paganismo. Al pasar el emperador por Atenas, hizo abrir los templos de varias divinidades y restauró los ritos que habían sido suprimidos. Ocurrió entonces la muerte repentina del emperador, y Juliano quedó único señor del Imperio. Este alto favor lo atribuyó a los dioses, que admiraba y, en señal de gratitud, resolvió que sus primeros actos de gobierno tendrían por objeto la implantación del viejo culto de los dioses. Tomando el título de Pontifex, se proclamó guardián y protector del culto que habían tenido los antiguos romanos, al cual atribuía la grandeza del Imperio.

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Juliano el apostata

No era el intento de Juliano convertirse en un perseguidor. Sus primeras medidas consistieron en devolver a los paganos los templos que habían sido cedidos a las iglesias, y ordenar que en ellos se restableciesen los ritos que antes se habían practicado. Pero Juliano intentó elevar el paganismo, dándole un carácter más espiritual y práctico. Aspiraba a fundar iglesias paganas. El ritual fue purificado, estableciéndose oraciones y canto religioso, para que fuese parecido al culto cristiano. Fundó escuelas, hospitales, y colegios para sacerdotes. En los templos se ofrecían limosnas para el sostén de los pobres. Se estableció la costumbre de predicar sermones, cosa que los paganos nunca habían hecho. Se exigía a los sacerdotes una buena conducta con la esperanza que esto atraería las masas a los templos. Pero fueron vanos esfuerzos. El árbol malo no puede dar buenos frutos. El paganismo estaba carcomido hasta las raíces, y sus ritos carecían de la savia necesaria a todo árbol del cual se esperan resultados halagüeños. El fracaso de su obra irritó a Juliano, a tal punto que se puso a pensar en medidas más severas contra los cristianos. Prohibió la celebración de bautismos; la predicación y el proselitismo se declararon actos ilegales; no se permitiría a los cristianos establecer escuelas de literatura y retórica; los cristianos no podrían ejercer cargos públicos ni ser oficiales del ejército; muchas veces se confiscaron los bienes de las iglesias, para que pudiesen mejor, decía sarcásticamente el emperador, "cumplir el precepto de su religión". El pueblo y los sacerdotes, contando con el beneplácito de las autoridades, muchas veces levantaron tumultos que concluían dando muerte a algún cristiano eminente. Juliano no ordenaba, pero toleraba estos actos.

Un día cuando Juliano dirigía sus tropas en una campaña contra los persas, fue alcanzado por una lanza enemiga, y murió. Las reformas religiosas del emperador apóstata nunca lograron arraigo entre el pueblo, que se burlaba de ellas, pues el paganismo había perdido su fuerza vital y no podía ser resucitado mediante decretos imperiales.

PRINCIPALES ESCRITORES  Y ERUDITOS DE ESTE PERIODO


“No a todos, mis amigos, no a todos, les corresponde filosofar acerca de Dios, puesto que el tema no es tan sencillo y bajo. No a todos, ni ante todos, ni en todo momento, ni sobre todos los temas, sino ante ciertas personas, en ciertas ocasiones, y con ciertos límites”.
Gregorio de Nacianzo

                  Este periodo se caracterizó también por el surgimiento de una serie de maestros o doctores teológicos los cuales escribieron e influyeron poderosamente en su época. El evangelio no sólo se propagó por medio del testimonio personal, sino por medio de la literatura, facilitando así el intercambio de pensamientos, entre los que vivían en regiones separadas, y haciendo más fácil y duradera la enseñanza. Prácticamente podemos dividir estos escritores en dos grupos, los escritores de oriente, los cuales escribieron en lengua griega, y los de occidente, que lo hicieron en latín. Veamos los más prominentes.

Principales escritores cristianos de Oriente.


   EUSEBIO. Nació en el año 260 y murió en el año 339. Es generalmente llamado el padre de la Historia Eclesiástica, por haber sido el primero que se ocupó en escribir detalladamente sobre los acontecimientos relacionados con el cristianismo, desde los días del Señor hasta la época en la cual vivió. Era oriundo de Palestina, probablemente de Cesárea, donde conoció a Panfilio, quien más tarde sufrió el martirio, y en memoria de quien añadió su nombre al suyo. En el año 315 fue elegido obispo de Cesárea; y cuando se reunió el Concilio de Nicea, tuvo a su cargo el discurso de bienvenida al emperador Constantino con quien desde entonces aparece siempre en muy íntima relación. Su Historia Eclesiástica es una obra de mucho mérito a causa de los valiosos documentos que ha conservado, los cuales son una guía segura al estudiante de la materia, y casi la única fuente de información a que se puede recurrir. Otra de sus obras populares es la Vida de Constantino, en la cual pinta a su héroe en forma de panegírico, exagerando muchas veces sus buenas obras y encubriendo sus notables defectos. Escribió también un libro titulado Preparación para el Evangelio, que consta de una colección de extractos de antiguos autores, destinados a preparar al lector para recibir inteligentemente el evangelio. La obra de Eusebio en el campo de la Historia fue continuada por Sócrates, un retórico de Constantinopla, que a principios del siglo quinto se consagró a continuar los trabajos tan felizmente iniciados por Eusebio. Su obra tiene el alto mérito de darnos a conocer las opiniones predominantes en aquel tiempo.

                  CIRILO DE ALEJANDRÍADespués del de Atanasio es el de Cirilo el nombre de más figuración en la iglesia de Alejandría, ciudad donde ocupó el episcopado desde el año 413 al 444.  se caracterizó por su fuerte ortodoxia lo cual lo llevo a oponerse fuertemente contra las doctrinas nestorianas que se hicieron fuertes en sus días y prácticamente negaban la unidad personal de Jesús y la maternidad divina de María. En su ortodoxia llego a oponerse incluso a los judíos y fuentes filosofas a tal punto que algunos creen que su fuerte influencia provoco que una turba de cristianos mataran a la filósofa y matemática Hipatia. Sus principales obras comprenden homilías, diálogos y diferentes tratados sobre la Trinidad y la Encarnación. Sus escritos están llenos de alegorías e interpretaciones simbólicas, a veces de poco valor.
CIRILO DE JERUSALÉNNació en el año 315 y murió en el 356. Durante su obispado se opuso al Arrianismo y sus principales obras fueron de carácter catequístico, las cuales reunían una serie de temas escriturales sencillos, pero respaldadas por el texto sagrado las cuales hablaban acerca de amorosos temas pastorales y de la fe cristiana dando una buena idea del pensamiento cristiano de aquel entonces. Sus obras catequísticas reúnen los temas del bautismo, figura de la pasión de Cristo, la unción del Espíritu Santo, las dos venidas de Cristo, Preparad limpios los vasos para recibir al Espíritu Santo, Reconoce el mal que has hecho, ahora que es el tiempo propicio, El pan celestial y la bebida de salvación, y La Iglesia es la esposa de Cristo.

TEODORO DE MOPSUESTIALa antigüedad no conoció teólogo tan aventajado como Teodoro de Mopsuestia, conocido en las iglesias de Siria bajo el nombre de "el intérprete'' a causa de sus muchos trabajos exegéticos. Tuvo el mérito de pronunciarse en contra del sistema alegorista, tan en boga en sus días, y volver al método racional, interpretando las Escrituras históricas y gramaticalmente. Sus conocimientos críticos y filológicos eran vastos. Uno de sus adversarios dijo: "Trata a las Escrituras como a los demás escritos humanos". No pudo haber sido hecho mayor elogio de sus escritos. Los intérpretes de su tiempo habían dejado de interpretar para entretenerse en vanas y huecas especulaciones, haciendo de las Escrituras un libro de adivinanzas y no un libro en el cual Dios habla a los hombres por medio de hombres y en lenguaje de hombres. Sus exposiciones fueron condenadas por el Concilio de Constantinopla en el año 553, como cien años después de su muerte, pero su nombre figura hoy entre los de los buenos y juiciosos intérpretes de la Palabra de Dios. Durante su vida se dedicó a realizar varios comentarios bíblicos de los libros de la Biblia, tal y como Génesis, Salmos, Job, Eclesiastés, Mateo, Lucas, las cartas de Pablo, entre otros, a parte de sus obras de carácter teológico.

EL TRÍO DE CAPADOCIA. Basilio el grande, su hermano Gregorio de Nisa y Gregorio el nacianceno, compone el trío de Capadocia, nombre que recibieron de la provincia donde actuaron. Los dos primeros eran hijos de piadosos cristianos y tuvieron el privilegio de ser enseñados en las Escrituras desde la infancia. Al mismo tiempo recibieron una esmerada educación literaria, en su ciudad natal, y más tarde en Antioquia, Constantinopla y Atenas. En esta última ciudad entablaron relación con otro joven de nobles aspiraciones llamado Gregorio. Desde Atenas escribían a su padre: “Conocemos sólo dos calles de la ciudad, la primera y mejor lleva a las iglesias y a los ministros del altar; la otra, que no apreciamos tanto, conduce a las escuelas y a los maestros de la ciencia. Las calles de los teatros, juegos y lugares de mundanos entretenimientos, las dejamos libres para otros”. Vuelto a su ciudad natal Basilio empezó su carrera de abogado, la cual pronto dejó por sentirse llamado al ministerio cristiano. Desde entonces se ocupó en despertar espiritualmente a su hermano quien había caído en la indiferencia. Fue llamado a Cesárea para actuar como asistente del obispo de aquella ciudad y cuando éste falleció fue elegido para ocupar el lugar que dejaba vacante. Gregorio nacianceno también desempeñó el cargo de obispo en la ciudad de Sasima y alcanzó gran fama por su elocuencia que sólo ha sido sobrepasada por la de Crisóstomo.

CRISÓSTOMO. “Crisóstomo —dice uno de sus biógrafos— pertenece a esta grande pléyade de hombres superiores, cuyos trabajos, virtudes y genios han ejercido tanta influencia en los destinos del cristianismo”. Nació en Antioquia en el año 346, siendo su padre un rico militar de alta graduación. Muerto éste, cuando su hijo era aún niño de pocos años, su madre Antusa quedó encargada por completo de la educación y cuidado del que más tarde llenaría el mundo con la gloria de su elocuencia. Antusa era una cristiana altamente piadosa y fue ella la que arrancó a cierto pagano esta exclamación de admiración y sorpresa: “¡Qué madres tienen estos cristianos!” Destinado a la carrera de abogado, después de su primera educación fue puesto al cuidado de Libanio, el gran retórico y elocuente defensor del paganismo. Pronto el joven reveló sus singulares aptitudes de orador, y su célebre maestro se lisonjeaba con la idea de que él sería un día su sucesor. Pero la mente del joven abogado no se avenía a la clase de vida a que estaban sujetos los que seguían su carrera, hallándola demasiado frívola y estéril para aquel que aspiraba a mejores cosas en la vida. De vuelta a su hogar, halló en la Biblia, que tanto había leído su cristiana madre, el agua de la vida que apagó la sed de su corazón. Un condiscípulo llamado Basilio (no el obispo de Capadocia) le ayudó mucho a entrar en el camino angosto que conduce a la vida. Fue admitido en la iglesia como catecúmeno, y después de tres años de preparación y prueba, fue bautizado por el obispo Melecio. Basilio quiso inducirle a abrazar la vida monástica, ya muy popular, pero intervino la sabia influencia de su madre y le disuadió de este propósito. “Te ruego —le dijo llorando— que no me hagas enviudar por segunda vez”. Crisóstomo entonces escogió la mejor misión de vivir una vida santa en su casa y entre los del mundo corrompido. Sin embargo, muerta su madre, Crisóstomo pasó seis años en un monasterio dedicándose a escribir varios de sus tratados, pero la vida monástica no le ofrecía el campo de actividad que sus talentos y dones requerían. En el año 381 fue ordenado diácono, oficio en que trabajó durante cinco años. En el 386 fue elevado a presbítero y como su elocuencia empezó a ser conocida se le confió el pulpito de la iglesia más grande de Antioquia, la cual siempre resultaba pequeña para contener las multitudes ávidas de escuchar su palabra candente y arrebatadora, que a pesar de la naturaleza del edificio e índole de la reunión, arrancaba aplausos y estruendosas manifestaciones de admiración. Sus sermones no tienen nada de aquello que halaga las pasiones de las multitudes. Son casi siempre homilías exponiendo capítulos enteros de la Biblia. Crisóstomo inmortalizó este excelente método de predicación que tiene la gran ventaja de familiarizar a los oyentes con el lenguaje y enseñanzas de la Biblia. Se llamaba Juan, y debido a su elocuencia le dieron el apodo de Crisóstomo, lo que significaba, en griego, boca de oro. Bossuet lo llama el Demóstenes cristiano y lo declara “sin contradicción el más ilustre de los predicadores y el más elocuente de los que han enseñado en la iglesia”. Siendo su predicación una constante explicación de la Biblia, queda dicho que era superior a la de la mayoría de los predicadores de sus días, no sólo por la palabra atrayente del que ocupaba el pulpito, sino porque daba verdadero alimento espiritual a los hambrientos. “A las grandes cualidades de orador —dice un autor católico— Crisóstomo unía un conocimiento profundo de las Escrituras. Siendo joven la había estudiado bajo Melecio, después bajo Diodoro y Carterio. Más tarde cuando pasó seis años en el desierto, no tuvo en sus manos más libro que la Biblia; no se ocupó de otra cosa, sino del texto sagrado. Leyó y releyó, aprendió de memoria palabra por palabra, y hasta el fin de su vida la hizo el objeto constante de sus meditaciones. En una palabra, poseía un conocimiento profundo de los libros sagrados, y se los había apropiado y asimilado de tal manera, que habían venido a ser el fondo de su espíritu y su sustancia espiritual”. Estas palabras pertenecen a Villemain, quien agrega: “Ningún orador cristiano estuvo más compenetrado de las Escrituras Sagradas, ni más encendido de su fuego, ni más imbuido de su genio”.

Crisóstomo
Crisóstomo

En el año 397 murió el patriarca de Constantinopla, y ninguno de los candidatos para ocupar la vacante contó con los sufragios necesarios, pero cuando sonó el nombre del famoso predicador de Antioquia, fue elegido por mayoría. Fue traído casi a la fuerza a ocupar el puesto en el que obtendría tantos triunfos y sufriría tantos desengaños. Empezó su obra en la capital introduciendo reformas en la vida y práctica de las iglesias, que tanto se habían apartado de la simplicidad primitiva del cristianismo, y denunciando valientemente todos los vicios de la aristocracia exteriormente religiosa. Pronto tuvo tantos enemigos como admiradores. Una predicación tan pura no podía sino ofender a la gente mundana que llenaba las iglesias. El clero nada espiritual, las damas de la corte, y particularmente la emperatriz Eudosia se pusieron en su contra. Los que habían aspirado al patriarcado y en la elección habían sido vencidos por los partidarios de Crisóstomo, se encargaron de encender el fuego, y acusándole de ser sostenedor de las doctrinas de Orígenes, consiguieron hacerlo desterrar; pero no tardó en ser llamado de nuevo por la misma Eudosia, quien se atemorizó creyendo que un terremoto que ocurrió poco tiempo después de su destierro era un castigo de Dios. Pero el valiente orador volvió a su campo de acción resuelto a seguir el mismo programa con que había empezado, lo que volvió a irritar a Eudosia. “Herodías —dijo al subir al púlpito— está de nuevo enfurecida; de nuevo tiembla; de nuevo pide la cabeza de Juan el Bautista”. Este lenguaje le atrajo otra vez la ira de la emperatriz, y fue desterrado por segunda vez a una aldea llamada Taurus, en los confines de Armenia, donde se hallaba constantemente expuesto al peligro de bandoleros. “Su carácter quedó consagrado en su ausencia y persecución —dice Gibbons— las faltas de su administración no eran más recordadas; toda lengua repetía las alabanzas de su genio y virtud; y la respetuosa atención del mundo cristiano estaba fija en un lugar desierto de las montañas de Taurus”. A pesar del destierro, Crisóstomo no vivía en la inacción. Personalmente y por correspondencia seguía la obra, interesándose en la evangelización de las tribus cercanas al lugar de su destierro, que aún no conocían el cristianismo, y escribiendo a las iglesias en las cuales tenía mucha influencia. Sus adversarios no cesaban de perseguirle cada vez más, y consiguieron que fuese confinado a una región aún más apartada, en los confines del Imperio, pero falleció en el penoso viaje, en septiembre del año 407. Treinta años más tarde sus restos fueron transportados a Constantinopla donde fueron recibidos con los más altos honores. El mismo emperador Teodosio el joven, imploró públicamente el perdón de Dios por la falta que habían cometido sus antepasados.

Las obras de Crisóstomo son numerosas, consistiendo generalmente en homilías explicando las Escrituras. Forman un verdadero tesoro, y del griego han sido traducidas a muchos idiomas modernos, y son siempre consultadas por los mejores comentadores de elocuencia. Abarcan casi todos los libros del Nuevo Testamento y muchos del Antiguo. Comprenden además un gran número de sermones sobre diferentes temas. El siguiente trozo, parte de un sermón sobre la lectura de la Biblia, puede dar una ligera idea de su predicación:

“El árbol plantado junto al arroyo de aguas, creciendo al borde mismo de la ribera, disfruta constantemente de su conveniente humedad, y desafía impunemente todas las intemperies de la atmósfera; no teme a los ardores disecantes que produce el sol, ni al aire inflamado; teniendo en sí una savia abundante, se defiende contra el calor exterior y lo hace retroceder; del mismo modo, un alma que permanece cerca de las aguas de las Santas Escrituras, que de ella bebe continuamente, que recibe de ella misma este riego refrigerante del Espíritu Santo, llega a hacerse superior a todos los ataques de las cosas humanas, sea la enfermedad, la maldición, la calumnia, el insulto, la burla o cualquier otro mal; sí, aunque todas las calamidades de la tierra atacaran a esa alma, se defiende fácilmente contra todos esos ataques, porque la lectura de las Santas Escrituras le proporciona consolación suficiente. Ni la gloria que se extiende a lo lejos, ni el poder mejor establecido, ni la ayuda de numerosos amigos, ni ninguna otra cosa, en fin, puede consolar al hombre afligido, como la lectura de las Santas Escrituras. ¿Por qué? Porque esas cosas son perecederas y corruptibles, y porque la consolación que dan perece también; la lectura de las Santas Escrituras es una conversación con Dios, y cuando es El quien consuela a un afligido, ¿quién podrá hacerlo caer de nuevo en la aflicción? Apliquémonos, pues, a esta lectura, no sólo dos horas sino siempre; que cada uno al ir a su casa tome en sus manos los libros divinos y reflexione sobre los pensamientos que encierran y busque en las Escrituras una ayuda continua y suficiente. El árbol plantado junto a arroyos de agua, no permanece allí sólo dos o tres horas, sino todo el día y toda la noche. Por eso sus hojas son abundantes y sus frutos numerosos, sin que ninguno lo riegue; porque plantado cerca de la ribera, sus raíces absorben la humedad y, como por canales, la lleva a todo el tronco para que disfrute; lo mismo es con aquel que lee continuamente las Santas Escrituras, y que permanece cerca de esas aguas, aunque no tuviese ningún comentador, la lectura sola, como una especie de raíz, hace que saque de ella mucha utilidad”.

Principales escritores cristianos de Occidente.


HILARIO. Nació en Poitiers en el año 295, y sus padres, que probablemente eran paganos, lo educaron en las letras y la filosofía. Siendo amante de la verdad, y diligente en los estudios e investigaciones, llegó a convencerse de la verdad del cristianismo, el cual aceptó de todo corazón, siendo bautizado juntamente con su esposa y una hija. Desde su conversión resolvió dedicar todas sus energías al servicio de la causa que había abrazado. En el año 350 fue elegido obispo de su ciudad natal, y desde entonces milita entre los ardientes defensores de la ortodoxia, en contra del arrianismo, que amenazaba las iglesias de la Galia. Su principal obra fue publicada en doce libros, y trata de la fe, de la Trinidad, y de los errores de Arrio. Otra obra que le valió fama y renombre fue un comentario al Libro de los Salmos.

AMBROSIO. Más bien por sus trabajos que por sus escritos es conocido este célebre obispo de Milán. Nació en Treves en el año 340, siendo su padre prefecto de la ciudad. Perdió a su padre siendo niño, y su madre lo llevó a Roma donde fue educado con el fin de que pudiera ocupar algún puesto público. Siendo todavía muy joven, fue nombrado gobernador del distrito de Milán. Cuando hacía cinco años que desempeñaba este puesto, fue llamado para apaciguar un tumulto que se había formado en una iglesia, donde los partidos no llegaban a ponerse de acuerdo sobre la elección de un obispo. Se cuenta que un niño de corta edad, asumiendo la actitud de orador, exclamó: "Ambrosio es obispo".  Los que estaban reunidos, impresionados por las palabras del niño, creyeron tener en ellas una indicación celestial acerca de la persona que debía ser elegida para el puesto vacante. "Ambrosio es obispo", fue el clamor general, y todas las protestas del gobernador no pudieron hacer desistir a la multitud. En vano les hizo notar que sólo era catecúmeno en la iglesia. La voluntad popular tuvo que cumplirse, y Ambrosio fue bautizado y ordenado obispo el mismo día. Desde entonces se puso a estudiar asiduamente las Escrituras; y si bien nunca llegó a ser teólogo distinguido, pudo predicar con mucha aceptación y despertar a la ciudad, que siempre le escuchaba de buena gana. A causa de su vehemencia, estuvo a menudo en conflicto con los gobernantes. Condenado al destierro, rehusó obedecer y se encerró en la iglesia, donde era protegido por las multitudes que le defendían y contra las cuales las autoridades no se animaron a proceder. Obligado así a permanecer con los suyos día y noche en la iglesia, se dedicó a componer himnos, que él mismo enseñaba a cantar. Ambrosio fue un gran autor de himnos, muchos de los cuales han llegado hasta nosotros a través de los siglos y son cantados en todos los países cristianos. Entre otros, está el "Santo, Santo, Santo, Señor de los ejércitos'' y la doxología titulada Gloria Patri. El Te Deum también ha sido atribuido a su pluma, pero los himnologistas lo dan como una composición posterior. La tradición decía que había sido compuesto en ocasión del bautismo de San Agustín. Lo que escribió sobre interpretación bíblica es de poco mérito; y por haber seguido, como muchos otros, el método alegórico, hizo oscuro mucho de lo que era claro. Falleció en el año 397, siendo llorado por muchos, pues había logrado gran popularidad y era amado por las multitudes que le escuchaban.

AGUSTÍN DE HIPONAEs considerado como el padre de la teología latina En el libro más popular de los muchos que escribió, Las Confesiones, Agustín nos ha dejado su autobiografía. Su madre, Mónica, era una cristiana altamente piadosa, casada con un pagano que fue ganado a la fe poco antes de su muerte. Residían en Cartago, donde el joven Agustín fue arrastrado por la corriente del vicio al desoír los saludables consejos de su buena madre. Al huir del hogar, lo hallamos en Italia; en Roma primeramente y después en Milán, siempre seguido por Mónica, quien no cesaba de hacerlo el objeto de sus férvidas oraciones. Su fe fue puesta a prueba, pues el joven Agustín se hallaba cada día más lejos del reino de Dios. “Mi madre me lloraba —dice él— con un dolor más sensible que el de las madres que llevan a sus hijos a ser enterrados”.  De su vida de libertinaje nació un hijo, al que llamó Adeodato, al cual amaba con locura. Cuando Agustín empezó a ocuparse de cosas religiosas, cayó en el error de los maniqueos y en el neoplatonismo. El maniqueísmo era la doctrina de cierto persa llamado Maní, educado entre los magos y astrólogos, entre quienes alcanzó mucha fama. Hombre de actividad y muy emprendedor, todos le consultaban como filósofo y médico. Tuvo la idea de hacer una combinación del cristianismo con las ideas que profesaba, para lo cual tomó el nombre de Paracleto y pretendía tener la misión de completar la doctrina de Cristo. Muchos fueron seducidos por su elocuencia, y sus adeptos formaron la nueva secta en la que cayó el más tarde famoso Agustín. Estando Mónica en Milán, pidió a Ambrosio que tratase de convencer a su hijo y sacarlo del error en que se encontraba, pero el prudente obispo le hizo notar que no lograría nada mientras le durase la novedad de la herejía que le llenaba de vanidad y presunción. “Déjelo —le dijo—, conténtese con orar a Dios por él, y verá cómo él mismo reconocerá el error y la impiedad de esos herejes, por la lectura de sus propios libros”.  Pero Mónica lloraba afligida y continuaba implorando a Ambrosio que tuviese una entrevista, de la cual esperaba buenos resultados, pero él le contestó: “Vaya en paz y continúe haciendo lo que ha hecho hasta ahora, porque es imposible que se pierda un hijo llorado de esta manera”. Las oraciones de Mónica empezaron a ser oídas. Agustín iba cansándose de la aridez de la humana filosofía, y suspiraba por algo que realmente le diese la vida que tanto necesitaba. La predicación de Ambrosio le impresionó, y llegó a comprender que sólo en Cristo debía buscar el camino de la vida. La crisis violenta por la que pasó su alma, la relata detalladamente en el libro octavo de sus Confesiones. Había perdido completamente la paz. “Sentí levantarse en mi corazón —dice— una tempestad seguida de una lluvia de lágrimas; y a fin de poderla derramar completamente y lanzar los gemidos que la acompañaban, me levanté y me aparté de Alipio, juzgando que la sole-dad me sería más aparente para llorar sin molestias, y me retiré bastante lejos para no ser estorbado ni por la presencia de un amigo tan querido” .En esa soledad Agustín clamó a Dios pidiendo que se apiadase de él, perdonándole sus pecados pasados, diciendo: “¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo estarás airado conmigo? Olvídate de mis pecados pasados. ¿Hasta cuándo dejaré esto para mañana? ¿Por qué no será en este mismo momento? ¿Por qué no terminarán en esta hora mis manchas y suciedades?”.


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Agustín de Hipona

“Mientras hablaba de este modo —continúa diciendo— y lloraba amargamente, con mi corazón profundamente abatido, oí salir de la casa más próxima, una voz como de niño o niña, que decía y repetía cantando frecuentemente: "Toma y lee, toma y lee". Contuve entonces el torrente de mis lágrimas, y me levanté sin poder pensar otra cosa sino que Dios me mandaba abrir el libro sagrado y leer el primer pasaje que encontrase”. Agustín corrió donde tenía las Escrituras y abriéndolas al azar, sus ojos dieron con este pasaje: “Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia; sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne”, (Romanos 13:13-14).  Dice Godet, que el primero de estos versículos describe la vida de Agustín antes de su conversión, y el segundo la que llevó después. “No quise leer más —dice Agustín— ni tampoco era necesario, porque con este pensamiento se derramó en mi corazón una luz tranquila que disipó todas las tinieblas de mis dudas”. Agustín dio las nuevas a Alipio de lo que pasaba en él, y éste también en aquella hora tomó la resolución de entregarse al Señor. Ambos se apresuraron en dar las nuevas a Mónica, la cual fue transportada de alegría al saber que su hijo era cristiano y que sus oraciones habían sido oídas. Poco después fue bautizado por Ambrosio, al mismo tiempo que su amigo Alipio, y su hijo Adeodato. De regreso de África, buscó en la soledad y meditación, compenetrarse mejor de la mente de Cristo a quien había resuelto servir. En el año 391 fue ordenado presbítero y empezó a predicar con mucho éxito. Más tarde fue nombrado obispo de Hipona. Además de las Confesiones, entre sus muchas obras, merecen citarse Contra los Maniqueos, Verdadera Religión, La Ciudad de Dios, y la última de sus obras, Retractaciones, en la que repasa lo que había escrito durante toda su vida, y se retracta de aquellas enseñanzas que llegó a reputar erróneas después que hubieron madurado bien sus ideas. Murió en el año 430, a los setenta y seis años de edad, después de haber trabajado asiduamente a favor de la causa que abrazó con tanta sinceridad, y legando a la posteridad un nombre que no reconoce igual entre los escritores de Occidente.


Una tradición medieval, que recoge la leyenda, inicialmente narrada sobre un teólogo, que más tarde fue identificado como san Agustín, cuenta la siguiente anécdota: cierto día, san Agustín paseaba por la orilla del mar, junto a la playa, dando vueltas en su cabeza a muchas de las doctrinas sobre la realidad de Dios, una de ellas la doctrina de la Trinidad. De pronto, al alzar la vista ve a un hermoso niño, que está jugando en la arena. Le observa más de cerca y ve que el niño corre hacia el mar, llena el cubo de agua del mar, y vuelve donde estaba antes y vacía el agua en un hoyo. El niño hace esto una y otra vez, hasta que Agustín, sumido en una gran curiosidad, se acerca al niño y le pregunta: «¿Qué haces?» Y el niño le responde: «Estoy sacando toda el agua del mar y la voy a poner en este hoyo». Y San Agustín dice: «¡Pero, eso es imposible!». A lo que el niño le respondió: «Más difícil es que llegues a entender el misterio de la Santísima Trinidad».

          JERÓNIMOComo filólogo, Jerónimo ocupa el primer lugar entre los cristianos de sus días. Nació de padres cristianos, probablemente en el año 346, cerca de Aquilea, en los confines de Dalmacia y Pannonia. Recibió su educación en Roma bajo la dirección del retórico Aelio Donato, iniciándose en los estudios gramaticales y lingüísticos, que no abandonó hasta el fin de su carrera, perfeccionándose en el idioma latín. En esta ciudad profesó públicamente el cristianismo y después de efectuar algunos viajes resolvió radicarse Belén para estudiar el hebreo y los dialectos que de él se derivan, para lo cual entabló relaciones con un maestro judío, lo cual escandalizaba a muchos de sus correligionarios. En 379 aparece en Antioquia, donde fue nombrado presbítero. En Constantinopla encontró a Gregorio Nacianceno, con quien mantuvo íntimas relaciones. En Roma emprendió con ardor la ardua tarea de revisar la traducción de la Biblia al latín, llamada Itálica, la cual era muy defectuosa a causa de las muchas variantes que se hallaban en las diferentes ediciones. De este trabajo resultó la Vulgata latina, nombre que se le dio porque estaba destinada para ser leída por el pueblo, al cual aún no se había privado del derecho de leer e interpretar la Biblia. Entre otros trabajos literarios de Jerónimo, figuran sus Cartas y algunos Comentarios sobre las Escrituras que tienen más valor literario que exegético. Los últimos años de su vida los pasó en Palestina, recluido en un convento donde continuó sus trabajos de escritor fecundo. Falleció a edad muy avanzada, en Belem, el año 420.

Jeronimo
Jerónimo Autor de la Vulgata Latina

DESARROLLO DEL PODER EN LA IGLESIA ROMANA


“Así surgió que por todo el Occidente el obispo romano o papa, como cabeza de la iglesia en Roma, comenzara a considerarse como la autoridad principal en la iglesia en general… Se preparaba el camino para pretensiones aún mayores de Roma y el papa para los siglos venideros”.
Jesse Lyman Hurlbut

         Hoy en día todos conocemos o hemos oído hablar de la Iglesia Católica Apostólica y Romana y los acontecimientos que tuvieron lugar en este periodo pusieron los primeros cimientos para lo que se convertiría en esta institución. Jesse Lyman Hurlbut nos da una buena descripción de como los eventos que se desarrollaron aquí fueron un preludio para lo que vendría en el futuro: “Conforme paso el tiempo Constantinopla desplazó a la ciudad de Roma como la capital del mundo. Ahora veremos a Roma afirmando su derecho de ser la capital de la iglesia. A través de todo este período, la iglesia en Roma ganaba prestigio y poder. El obispo de Roma, ahora llamado papa, reclamaba el trono de autoridad sobre todo el mundo cristiano. Quería que se le reconociera como cabeza de la iglesia en toda Europa al oeste del mar Adriático. Este desarrollo aún no había alcanzado la presuntuosa demanda de poder, sobre el estado y la iglesia, que se manifestó en la Edad Media. Sin embargo, se inclinaba con fuerza hacia esa dirección. Veamos algunas de las causas que fomentaron este movimiento. La semejanza de la iglesia con el imperio como una organización fortalecía la tendencia hacia el nombramiento de un jefe. En un estado gobernado no por autoridades elegidas sino por una autocracia, donde un emperador gobernaba con poder absoluto, era natural que la iglesia se gobernara de la misma manera: por un jefe. En todas partes los obispos gobernaban las iglesias, pero la pregunta surgía constantemente: ¿Quién gobernaría a los obispos? ¿Qué obispo debía ejercer en la iglesia la autoridad que el emperador ejercía en el imperio? Los obispos que presidían en ciertas ciudades pronto llegaron a llamarlos "metropolitanos" y después "patriarcas". Había patriarcas en Jerusalén, Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Roma. El obispo de Roma se adjudicó el título de "papá,  padre", después se modificó a papa. Entre estos cinco patriarcas había frecuentes disputas por la prioridad y supremacía. Sin embargo, la cuestión al final se limitó a escoger entre el patriarca de Constantinopla y el papa de Roma como cabeza de la iglesia. Roma reclamaba para sí autoridad apostólica. Era la única iglesia que decía poder mencionar a dos apóstoles como sus fundadores y estos, los mayores de todos los apóstoles, San Pedro y San Pablo. Surgió la tradición de que Pedro fue el primer obispo de Roma. Como obispo, Pedro debería haber sido papa. Se suponía que en el primer siglo el título "obispo" significaba lo mismo que en el siglo cuarto, un gobernante sobre el clero y la iglesia. Por tanto, Pedro, como el principal de los apóstoles, debe haber poseído autoridad sobre toda la iglesia. Se citaban dos textos en los Evangelios como prueba de esta afirmación. Uno de estos puede verse ahora escrito en letras gigantescas en latín alrededor de la cúpula de la Iglesia de San Pedro en Roma: “Tú eres Pedro; y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”.  El otro es: “Apacienta mis ovejas”.  Se argüía que Pedro fue la primera cabeza de la iglesia, entonces sus sucesores, los papas de Roma, deberían continuar su autoridad. El carácter de la iglesia romana y sus primeros líderes sostenían fuertemente estas afirmaciones. Los obispos de Roma eran por lo general hombres más fuertes, sabios y que se hacían sentir por toda la iglesia. Mucha de la antigua calidad imperial que había hecho a Roma la señora del mundo moraba aun en la naturaleza romana. En esto había un notable contraste entre Roma y Constantinopla. Al principio, Roma hizo a los emperadores, pero los emperadores hicieron a Constantinopla y la poblaron de súbditos sumisos. La iglesia de Roma siempre fue conservadora en doctrina. Las sectas y herejías ejercieron poca influencia sobre ella y en aquel entonces permanecía como una columna de la enseñanza ortodoxa. Este rasgo incrementaba su influencia por toda la iglesia en general”.


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