“Pero tengo unas pocas
cosas contra ti: que tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam, que
enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de cosas
sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación. Y también tienes a los que
retienen la doctrina de los nicolaítas, la que yo aborrezco”.
Apocalipsis 2:14-15
Estatua de Constantino |
“Desde la
promulgación del Edicto de Constantino en 313 d.C.,
hasta que terminó el Imperio Romano, la espada de la persecución no solo se
envainó, sino que se sepultó”.
Jesse Lyman Hurlbut
INTRODUCCIÓN
Se
conoce como La Iglesia Imperial al periodo de tiempo que comprende desde el
313 d.C. que inicio con el edicto de Milán, hasta el año 476 d.C. Después
de su victoria final, Constantino declaró como religión oficial del imperio el
cristianismo lo cual trajo un periodo de paz a la iglesia y después de ser
perseguidos llegaron a ocupar un lugar muy privilegiado en el imperio. Ente
periodo marca un punto muy importante en la historia de la iglesia que
determinara su futuro desarrollo, tanto para bien como para mal. Con el edicto
de Milán en el 313 que favorecía al cristianismo vieron otras leyes que
influyeron poderosamente en el futuro del imperio. Los templos de los
cristianos que habían sido clausurados y destruidos en tiempos de la
persecución fueron reabiertos y remodelados, pronto los ministros del evangelio
que un día fueron despreciados y conducidos a la muerte eran estimados en gran
manera y llegaron a ocupar puestos de gran prestigio como consejeros de
gobernadores y del mismo emperador. También llegaron a estar exentos de algunos
impuestos que todo el pueblo pagaba. El emperador declaro el día domingo como
el día de descanso y para adorar libremente al Dios y pronto adopto todos sus
símbolos para identificarse con el cristianismo, especialmente la cruz a tal
punto que llegó a prohibir la muerte en la cruz que el antiguo imperio romano
decretaba sobre la pena máxima a criminales que no poseían la ciudadanía
romana. Además, los principios del evangelio influyeron tanto que llegaron a
establecer leyes más justas para los esclavos, los cuales no gozaban de
ninguna, también se abolió la muerte de los niños que los padres aborreciesen
por cualquier razón, algo que era común antes de este edicto, y así la vida
humana llegó a ser más apreciada. Los
juegos de gladiadores
se prohibieron. Es a ley
se puso en
vigor en la nueva capital de Constantino, donde el
Hipódromo nunca se contaminó con hombres
que se matasen entre sí para placer de los
espectadores. No obstante, los combates siguieron en el anfiteatro
romano hasta 404 d.C., cuando el monje
Telémaco saltó a
la arena y
procuró apartar a los
gladiadores. Al monje lo asesinaron, pero desde entonces cesó la matanza de los
hombres para placer de los espectadores.
Así el cristianismo influyo poderosamente en el imperio, pero lamentablemente
también el imperio influyó de manera negativa en la iglesia. Jesse Lyman
Hurlbut nos comenta al respecto: “El cese de la persecución fue
una bendición, pero
el establecimiento del cristianismo
como religión del estado llegó a
ser una maldición. Todos procuraban ser
miembros de la
iglesia y a
casi todos los
recibían. Tanto los buenos como los malos, los que sinceramente
buscaban a Dios y los hipócritas
que procuraban ganancia
personal, se apresuraban a ingresar
en la comunión.
Hombres mundanos, ambiciosos,
sin escrúpulos, buscaban puestos
en la iglesia para obtener influencia social
y política. El tono moral del cristianismo en el poder era mucho más bajo que el que había
distinguido a la misma gente bajo el tiempo de la persecución. Los servicios
de adoración aumentaron
en esplendor, pero eran menos espirituales y sinceros que
los de tiempos anteriores. Las formas y ceremonias del paganismo gradualmente
se fueron infiltrando en la adoración. Algunas de las
antiguas fiestas paganas
llegaron a ser
fiestas de la
iglesia con cambio de nombre y de
adoración”. Así este periodo trajo un gran mal a la iglesia del
Señor a tal punto que evolucionaria hasta convertirse en una iglesia
idolátrica, amante del poder del estado y supersticiosa, y en un futuro tomaría
la forma de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. De alguna manera las
palabras de reprensión de Jesús dirigidas a la iglesia de Pérgamo en
Apocalipsis encajan perfectamente con lo que paso en este período: “Pero tengo unas
pocas cosas contra ti: que tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam,
que enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de
cosas sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación. Y también tienes a
los que retienen la doctrina de los nicolaítas, la que yo aborrezco”, (Apocalipsis
2:14-15). Recordamos que Balaam fue un profeta que se vendió por dinero y
enseño a Balac a arrastrar a los israelitas al pecado para alejarlos de Dios,
además, se cree que la doctrina de los nicolaítas alentaba a los ministros a
buscar el poder y la preeminencia en todo. Esto fue lo que con el tiempo llego
a contaminar a la iglesia del Señor. Muchos ven en estos acontecimientos un
ataque diferente de Satanás a la iglesia. Después haber intentado por 300 años
de exterminar a la iglesia del Señor por medio de las más crueles barbaridades,
decidió introducirse silijosamente con la aparente bandera de la paz y
ofreciendo poder y dinero a sus ministros para corromperlos y mundanalizar a la
santa iglesia.
CONSTANTINO
“La
bondad eterna, santa e incomprensible de Dios no nos permite vagar en las
sombras, sino que nos muestra el camino de salvación… Esto lo he visto tanto en
otros como en mí mismo”.
Constantino
Resulta
muy difícil estudiar la historia de la iglesia sin considerar la vida de
Constantino. Si bien es cierto no podemos colocarlo en las filas de los
piadosos cristianos, tampoco podemos negar su incalculable simpatía hacia el
cristianismo. Después de su visión de la cruz y su victoria final, llego a
abrazar tanto el cristianismo que permitió su libertad de religión en el
imperio. En el año 313 se promulgó en Milán el edicto por medio del cual se
concedía la libertad de profesar el cristianismo. Al mismo tiempo se concedía
este derecho a todas las religiones. Desde este edicto data lo que se llama la
paz de la iglesia. También se ordenaba que las propiedades de los cristianos
que habían sido confiscadas durante la última persecución, fueran devueltas a
sus primitivos dueños, indemnizando los perjuicios que sufriesen los que habían
adquirido esas propiedades. Desde que Constantino tomó esta actitud con los
cristianos, aumentó considerablemente el número de los que abandonaban el
paganismo. Las iglesias se hicieron cada vez más numerosas. No se exigía para
ingresar a ellas pruebas de una genuina conversión y todo se reducía a una mera
profesión exterior. Las costumbres simples que habían caracterizado a los
cristianos, empezaron a desaparecer. El lujo y la pompa entró en las iglesias,
y el espíritu ceremonial se manifestó cada vez más profundo. Constantino se
rodeó de consejeros que profesaban el cristianismo, pero que habían perdido, o
nunca conocido, la piedad real. Otros que en días de pruebas se habían
mantenido cerca del Señor, al verse favorecidos por el monarca, se hicieron
mundanos, perdiendo toda influencia espiritual. Los altos cargos en el palacio
imperial fueron confiados a cristianos nominales y estos favores contribuían a
que las iglesias se llenasen de hipócritas que veían en la profesión del
cristianismo un medio fácil de alcanzar distinciones oficiales. Los obispos y
demás dirigentes del cristianismo, lejos de impedir estas manifestaciones de
hipocresía, parece que se hallaban muy satisfechos del nuevo rumbo que tomaban
las cosas.
Constantino ve la señal de la Cruz en el cielo |
No obstante, Constantino no había
renunciado al paganismo, en cuyos actos participaba por varios años más,
después del edicto de Milán. Nunca abandonó el título de Pontifex Maximus del
paganismo y en muchos de sus actos demuestra inclinación a la superstición que
por otra parte se esforzaba en destruir. En varios casos aparece como queriendo
emplear la fuerza para hacer desaparecer las viejas y caducas formas del culto,
pero sus ataques al paganismo siempre tuvieron algún justificativo delante de
la opinión pública, porque iban dirigidos contra los actos en que se
manifestaba el espíritu bajo e inmoral de aquel culto. Hizo demoler el templo y
bosque sagrado de Venus en Apaca, de Fenicia, porque era notorio que aquel
centro de pretendida devoción era un verdadero prostíbulo y foco de la más
grosera inmoralidad. Por la misma razón hicieron suprimir los ritos abominables
que tenían lugar en Heliópolis de Fenicia. También suprimió un célebre templo
de Esculapio en Sicilia, frecuentado por muchos peregrinos que acudían llevados
por la fama de los sacerdotes que pretendían tener poderes sobrenaturales para
curar toda clase de enfermedades. El templo estaba lleno de ofrendas donadas
por las personas que se creían deudoras al santuario. Para poner fin a tanto
engaño Constantino ordenó que el templo fuese demolido. Muchos de los objetos
de arte que habían adornado éste y otros templos fueron llevados para adornar
el palacio imperial. La destrucción de templos paganos y los favores manifiestos
acordados a los cristianos, en nada contribuían en favor del verdadero carácter
religioso del pueblo. Los que eran paganos de convicción seguían siéndolo con
más fervor, otros caían en un completo escepticismo y los que venían a aumentar
las filas de los cristianos, no traían la base de la regeneración que sólo
puede hacer eficaz la profesión de un credo que pide a sus adeptos una vida
santa y ejemplar.
Una medida que tuvo grandes
consecuencias en la futura historia del cristianismo fue la fundación de la
ciudad de Constantinopla. El emperador parece no hallarse a gusto en una ciudad
cuyo carácter pagano no era fácil hacer desaparecer. No hay dudas de que causas
políticas también influyeron sobre el ánimo de Constantino cuando resolvió
mudar la capital a la nueva ciudad que levantaba dándole su nombre. Roma era el
centro del paganismo y al iniciar una nueva orientación en los destinos de la
nación, también quería tener una nueva capital donde el arte cristiano
substituyese el arte de la gentilidad y donde las nuevas instituciones pudiesen
florecer sin obstáculo. Sobre la vieja ciudad de Bizancio, situada en uno de
los puntos más estratégicos del universo, se levantaría la nueva capital, la
nueva Roma, llamada a ser el centro de la mitad del Imperio durante largos
siglos. Dentro de sus nuevos y fuertísimos muros no habría templos paganos que
hiciesen recordar al pasado en decadencia. Por todas partes se levantarían
iglesias cristianas decoradas con un arte nuevo y despojado de todo recuerdo
del viejo sistema. Los mejores obreros de todo el Imperio fueron enviados a
trabajar en los magníficos palacios que ostentaría ese nuevo centro de cultura.
Todos contribuían entusiastas a la realización del sueño dorado de Constantino.
Las ciudades de Grecia eran despojadas de sus mejores obras de arte, que eran
llevadas para contribuir al embellecimiento de Constantinopla. En el año 321
Constantino publicó el siguiente edicto, relacionado con el descanso dominical,
que los cristianos observaban ya desde los tiempos de los apóstoles: “Que todos los
jueces y todos los que habitan en las ciudades, y los que se ocupan en
diferentes oficios, descansen en el venerable día del sol, pero que se deje a
los que están en el campo, usar de su libertad para atender los trabajos de la
agricultura, porque a menudo sucede que otro día no es apropiado para sembrar grano
y plantar viñas, no suceda que se pierda la ocasión favorable que el cielo
conceda”. Este decreto fue dado con el objeto de favorecer a los
cristianos, haciéndoles más fácil la observancia del día dominical. Es sabido
que les era sumamente dificultoso, en las ciudades, consagrar este día a cosas
puramente espirituales, viviendo en una sociedad que no tenía la misma
costumbre. Constantino al implantar el reposo semanal, no lo hizo en el sentido
rigurosamente religioso. Ordenaba el descanso, pero no como acto devocional, de
modo que su observancia no implicaba una conformidad al cristianismo. Como
estadista aventajado no dejaba de comprender que sería beneficiosa para los
habitantes en general, una práctica que había sido de general aplicación entre
los israelitas y que había dado siempre los mejores resultados. El domingo es
llamado en el edicto de Constantino, día del sol, como se le llama aún en
inglés Sunday y otros idiomas europeos. La designación de día dominical era
peculiar a los cristianos tal nombre no hubiera sido entendido por los paganos
a quienes se dirigía especialmente el edicto, porque los cristianos no
necesitaban de esa orden de carácter oficial para observar el día que les traía
el grato recuerdo de la resurrección del divino Maestro.
Constantino, sin llegar tan lejos como a
hacer del cristianismo la religión oficial del Estado, dispuso de los fondos
públicos para favorecer al clero, sentando así la base de lo que llegó a ser la
unión de la iglesia con el estado. Error funesto, que causó grandes e
incalculables perjuicios tanto, a la religión como al poder civil. Las iglesias
dejan entonces de depender de la protección de su Señor celestial para depender
de la protección de los gobiernos. Su fuerza, ya no está más en el testimonio de
sus mártires muriendo heroicamente en la arena del anfiteatro. Su gloria ya no
sería la cruz ignominiosa de la cual pendió el Salvador. El falso brillo del
mundano exterior iba muy pronto a cegarla. Los cristianos creían que había
llegado el día de su humillación y derrota, cubiertas de la apariencia engañosa
de las cosas perecederas de este siglo que se deshace. La correcta idea neo-testamentaria
de la iglesia empieza a desaparecer. Ya no se habla, sino en muy raros casos,
de las iglesias, refiriéndose a las congregaciones locales que mantenían el
culto cristiano. El doctor W. J. Mc Glothlin, profesor de historia eclesiástica
dice: “La
independencia y significación de la iglesia local sucumbe y se pierde en el
predominio y poder de las iglesias de las grandes ciudades, y éstas a su vez se
confunden en el concepto de una iglesia universal (católica) que contiene a
todos los cristianos y a muchas personas indignas. Se la considera como a una
entidad en sí misma, independiente de sus miembros, santa, indivisible e
inviolable, no más como a una comunidad de salvados, sino como a una
institución que salva, fuera de la cual no hay salvación”. El
espíritu clerical, que desde hacía tiempo había empezado a ganar terreno en las
iglesias, matando la gran verdad bíblica del sacerdocio universal y espiritual
de los creyentes, pudo sentarse en su poco envidiable trono cuando Constantino
empezó a conceder privilegios a los obispos y demás personas que ocupaban
puestos en relación con la obra cristiana. Al pasar de las catacumbas al trono,
dejaron sepultados en el olvido, la fe, el amor y todas las virtudes que forman
el carácter del cristiano. Con la protección del estado, como dijo Alejandro
Vinet, la religión dejo de ser una cuestión del cielo y se hizo una cuestión
del suelo. Parecerá extraño que el emperador, que participaba en todos los
actos de la actividad eclesiástica, que trataba con los obispos, que convocaba
concilios, y que prácticamente había tomado la dirección de la iglesia, aún no
había sido bautizado, y no lo fue hasta los últimos días de su vida. Ya tenía
sesenta y cuatro años de edad y hasta entonces había gozado de muy buena salud
física. Ahora empieza a sentir que sus fuerzas flaquean. Dejó entonces a
Constantinopla y se retiró a la ciudad de Helenopolis, recientemente fundada
por su madre, para disfrutar allí de la suave temperatura de la primavera, tan
deliciosa bajo ese hermoso cielo límpido. Cuando se sintió mal acudió a la
iglesia del lugar e hizo la confesión de fe necesaria para entrar a ser considerado
catecúmeno. De ahí pasó a residir a un castillo cerca de Nicomedia, a donde
llamó a un grupo de obispos y rodeado de ellos, fue bautizado por Eusebio,
obispo de Nicomedia. Esto tuvo lugar poco antes de su muerte, ocurrida en el
año 337.
EL CONCILIO DE NICEA
“Creemos
en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e
invisibles; y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, unigénito del Padre, de
la esencia del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero
Dios; engendrado, no creado, de una misma sustancia que el Padre..”
Credo
Niceno
La
controversia de Arrio dio origen al famoso concilio de Nicea, convocado por
Constantino. Vamos a ocuparnos de esta controversia para luego ocuparnos del
concilio mismo. Desde mucho antes de esta época, se nota entre los doctores
cristianos una fuerte tendencia a la discusión de temas profundos y de carácter
especulativo más bien que práctico. La Trinidad y los infinitos puntos que se
desprenden de esta doctrina, era el asunto predilecto de muchos de los
escritores y pensadores cristianos. La religión empezaba a ser para ellos una
cuestión filosófica, y dejaba de ser una cuestión de vida y poder. La energía
que antes se había empleado en evangelizar al mundo y fortificar la fe de los
creyentes, se empleaba ahora en largas e interminables discusiones sobre temas
insondables. Arrio era un presbítero que estaba al frente de una de las
iglesias de Alejandría. Ha sido descripto como un hombre alto, fogoso,
imponente, docto, incansable y muy dado a discusiones. Ejercía mucha influencia
sobre el pueblo que le rodeaba. Empezó a predicar que Cristo había sido creado
por el Padre antes que toda otra criatura; que no era eterno; que había tenido
principio, y que, por lo tanto, no podía ser mirado como igual a Dios. Su
objeto no era en ningún modo aminorar la gloria de Cristo, sino dar énfasis al
monoteísmo. “Tenemos
que suponer —decía Arrio— dos esencias divinas originales y sin principio, e independientes
una de otra; tenemos que suponer la diarquía en lugar de la monarquía, o no
tenemos que temer declarar que el Logos (el Verbo) tuvo un principio de
existencia y que hubo un momento cuando no existió”. La doctrina de
Arrio estaba en contradicción con las enseñanzas del prólogo del Evangelio según
San Juan donde se enseña la eternidad del Logos que “en el principio era con Dios”. Era
la negación de todo lo que el Nuevo Testamento dice sobre la divinidad de
Cristo.
Concilio de Nicea |
La forma atrayente como Arrio presentaba
sus ideas, y la incuestionable sinceridad que le animaba, contribuía no poco a
que muchos mirasen con indiferencia su propaganda, no creyéndola en nada
peligrosa a la sana doctrina. Alejandro, el obispo de Alejandría, permanecía
silencioso, tal vez estudiando el asunto y pensando en qué actitud debía
asumir. Por fin resolvió pronunciarse en contra de Arrio. Alejandro
acostumbraba celebrar conferencias teológicas con las personas que componían el
clero de su diócesis, y en una de éstas expuso sus ideas condenando
abiertamente las de Arrio. Más tarde, en el año 321, cuando se celebraba un
sínodo al que acudían todos los obispos de Egipto y de Libia, depuso a Arrio, y
lo excluyó de la comunión de la iglesia. Pero Arrio no se dio por vencido. Su
partido era ya numeroso, y la oposición oficial de Alejandro sólo lograría
hacerlo más agresivo. No cesaba en la propaganda, que efectuaba por medio de
cartas y trabajos personales. Consiguió interesar en su causa a muchos
cristianos influyentes. En Nicomedia logró que el obispo Eusebio se pronunciase
en su favor. La herejía naciente pronto se convirtió en un gigante. Parecía que
todas las iglesias de Egipto y de Asia Menor se sentían inclinadas a ella. En
todos los círculos se discutía sobre el intrincado tema que causaba la
división. Alejandro escribía a todos los obispos cartas circulares en las que
presentaba las doctrinas de Arrio como anticristianas y heréticas. Muchos
tomaban una posición mediana y querían conciliar a los dos partidos. Estos
crearon lo que más tarde se llamó el semi-arrianismo. Constantino,
acostumbrado, en el dominio político, a ver que el poder dependía de la
completa unidad temía que esta división trajese grandes males a la causa
cristiana y resolvió emplear su influencia para que la controversia cesara. No
entendía, ni quería entender lo que para su mente era sólo una cuestión de
palabras. Su primer paso para apaciguar la tormenta consistió en escribir una
carta a Alejandro y otra a Arrio. “Devolvedme —les dice— mis días quietos y mis noches tranquilas.
Dadme gozo en lugar de lágrimas. ¿Cómo puedo yo estar en paz, mientras el
pueblo de Dios de quien soy siervo, está dividido por un irrazonable y
pernicioso espíritu de contienda?”. A fin de que sus esfuerzos
resultasen más eficaces, mandó la carta por medio de Osio, obispo de Córdoba,
célebre ciudad española, quien personalmente debía expresarles los deseos del
emperador, y procurar la reconciliación de los adalides de la contienda. Sus
buenos deseos no dieron ningún resultado. La lucha continuaba cada día más
agria. Los dos bandos se hacían toda la guerra posible. Constantino entonces
pensó que la reunión de un concilio general podría poner fin a este mal. En
junio del año 325 se reunió el Concilio bajo los auspicios del emperador, en la
ciudad de Nicea, cerca de la capital. Todo había sido arreglado con gran pompa
para que el acto fuese imponente. Los coches y caballos de la casa imperial
fueron puestos a disposición de los obispos, que llegaban de todas partes y especialmente
de Oriente. Del Occidente sólo llegaron en muy limitado número. En la asamblea tomaron
asiento trescientos dieciocho obispos. Varios de ellos eran ancianos venerables
que habían sufrido bajo la persecución de Diocleciano. Al entrar Constantino en
la sala de sesiones, todos se pusieron en pie, pero él no tomó asiento hasta
que los obispos le hicieron indicación en este sentido, para dar a entender que
no pretendía ocupar oficialmente un lugar en la asamblea. Arrio estaba presente
para defender sus ideas. Entre sus opositores se hallaba el más tarde célebre
Atanasio, “pequeño
de estatura —dice Gregorio Nacianceno— pero su rostro radiante de inteligencia,
como el rostro de un ángel”. Ni Arrio, que era presbítero ni
Atanasio que era diácono estaban allí como miembros del Concilio, pero a ambos
se les concedió la palabra, sin voto. Los debates duraron dos meses perdiendo
terreno cada día el arrianismo. Eusebio de Cesárea, el padre de la Historia Eclesiástica, con un grupo pequeño formaban
el partido moderado, que junto con Constantino procuraba la reconciliación. El
arrianismo fue finalmente condenado, y el siguiente credo subscripto por casi
la totalidad: “Creemos
en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e
invisibles; y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, unigénito del Padre, de
la esencia del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero
Dios; engendrado, no creado, de una misma sustancia que el Padre, por quien
fueron hechas todas las cosas que están en los cielos y en la tierra; quien por
nosotros los hombres, y para nuestra salvación descendió de los cielos, se
encarnó, se hizo hombre, sufrió, resucitó al tercer día, ascendió a los cielos,
y vendrá otra vez a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo”.
Después de mucha discusión y con gran aclamación, se resolvió añadir al credo
la siguiente cláusula disciplinaria, como más enérgica condenación del
arrianismo: “A
los que dicen que hubo un tiempo cuando El no existió, y que no era antes de
ser engendrado, y que fue hecho de la nada, o que el Hijo de Dios es creado,
que es mutable o sujeto a cambio, la iglesia católica los anatematiza”.
Sólo cinco obispos se negaron a firmar este credo, pero después tres de ellos
consintieron, quedando sólo dos bajo el anatema.
LA VIDA MONÁSTICA
“Los monjes que se apartan de sus
celdas, o buscan la compañía de las gentes, pierden la paz, como el pez pierde
la vida fuera del agua”.
Antonio
el Ermitaño
La
corrupción de las iglesias y decadencia espiritual que caracteriza a este
período, alarmó a muchas almas sinceras, que buscaron en el retiro y soledad un
asilo donde poder vivir en contacto íntimo con Dios y ocupados completamente en
el desarrollo de la vida interior. La intención que animaba a los primeros
ermitaños era buena, pero completamente extraviada. Olvidaban que los
cristianos tienen que ser la luz del mundo y la sal de la tierra; que Cristo
oró para que los suyos fuesen librados del mal pero no quitados del mundo; y
que los cristianos del tiempo apostólico, nunca pensaron en el retiro y
soledad, sino en lidiar como buenos soldados en el campo de batalla de este
mundo corrompido. El origen del monaquismo lo hallamos en la persona y obra de
Antonio, quien nació en el año 251, en la ciudad de Heptanome, en los confines
de la Tebaida. Era hijo de una familia rica y respetable, en el seno de la cual
recibió su primera educación religiosa. Sus estudios fueron rudimentarios, y
nunca llegó a iniciarse en las lenguas griega y latina, que eran en aquel
entonces la prueba de que uno había recibido alguna instrucción. Desde su
juventud mostró una fuerte tendencia a la vida contemplativa, evitando siempre
el trato con los muchachos turbulentos. Las cosas del mundo no le interesaban,
pero un profundo espíritu religioso, y una gran ansiedad por las cosas divinas
determinaban todos los actos de su vida. Era infaltable a las reuniones
religiosas, y lo que él mismo leía en la Biblia y lo que oía leer en las
reuniones, quedaba impreso en su memoria y corazón. Hay autores que aseguran
que sabía toda la Biblia de memoria. Cuando tenía unos veinte años quedó
huérfano, quedando a su cargo una hermana mayor y los demás intereses de la
casa. Un día, mientras se dirigía a la iglesia, su vivida imaginación le pintó
el contraste que existía entre los verdaderos cristianos de las iglesias
apostólicas, que vivían en amor y en comunidad, y los pretendidos cristianos de
sus días, afanados puramente en cosas materiales. Preocupado con estos
pensamientos entró en la iglesia donde oyó leer la siguiente porción del
Evangelio: “Si
quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás
tesoro en el cielo; ven y sígueme”. Antonio creyó oír en estas
palabras un mandamiento de Dios, dirigido a él mismo, ordenándole vender todos
sus bienes y repartirlos a los pobres. Empezó por repartir su dinero y muebles
entre los más necesitados de la aldea, y sus tierras las distribuyó también,
quedándose sólo con lo necesario para atender las necesidades de su hermana,
pero más tarde repartió aun esta parte, al leer en el Evangelio que no hay que
afanarse por las necesidades del mañana. Dejando a su hermana bajo el cuidado
de unas mujeres piadosas, una especie de monjas que vivían asociadas, se retiró
a la soledad y empezó a vivir bajo el más rígido ascetismo. Se sostenía a sí
mismo trabajando con sus propias manos, y lo que le sobraba lo daba a los
pobres.
En el género de vida que adoptó cayó en
el error de creer una virtud el ahogar los sentimientos naturales que Dios ha
puesto en el hombre. Cada vez que se acordaba de su hermana o de otros deberes
domésticos creía que era el tentador que procuraba hacerlo caer; y los más
puros y sanos impulsos del corazón los atribuía a malos espíritus con los
cuales se creía constantemente en guerra. Cada día iba alejándose más y más de
los centros de población, hasta que se retiró a una lejana región montañosa,
donde habitó veinte años entre las ruinas de un viejo castillo. Su fama de gran
asceta fue extendiéndose, y por todo el Egipto se contaban acerca de él las
cosas más extrañas. Todos lo buscaban pidiendo sus consejos, y finalmente
consintió en ser el director espiritual de muchos que querían imitarle en el
género de vida que había adoptado. Entre éstos hubo no pocos que estaban
cansados de un cristianismo que sólo servía para alimentar discusiones
teológicas. El Egipto se llenó de estos ermitaños, quienes al asociarse
constituyeron las primeras órdenes monásticas, que pronto fueron extendiéndose
por todos los países del Oriente. Antonio era el héroe entre ellos. A él acudían de todas partes para someterle sus
pleitos y dificultades. Creyó que esta fama lo conduciría al orgullo y se
retiró a una región aún más apartada donde nadie le conocía. Se dedicaba a la
agricultura y a la fabricación de canastas que cambiaba por alimentos. Cuando
se descubrió su paradero volvió a verse rodeado de admiradores. En el año 311,
bajo la persecución de Maximino, apareció en Alejandría, no buscando el
martirio, sino para animar a los que tenían que sufrir. Cumplida su misión, sin
ser molestado por los perseguidores, se retiró de nuevo a los desiertos. En el
año 352, cuando tenía ya más de cien años de edad, volvió a Alejandría. Todos
los habitantes, y aun los sacerdotes paganos, procuraban ver al hombre de Dios.
Los enfermos buscaban tocar el borde de su vestido esperando ser curador
milagrosamente. Regresó de nuevo entre los monjes donde pasó los últimos años,
encargando que su cuerpo fuese escondido para que no llegase a ser objeto de
superstición.
Primeros monjes en el desierto |
Los primeros monjes del desierto.
Influenciados por el ejemplo de
ermitaños como Antonio, por las palabras del apóstol Pablo en 1 Corintios 7
donde dice que si alguien puede quedarse soltero que lo haga, ya que el soltero
se dedica más a las cosas del Señor, y por algunas filosofías estoicas que sostenía
que el cuerpo era la prisión o el sepulcro del alma, y que ésta no podía ser
verdaderamente libre mientras el cuerpo no se sometiera a las más rigurosas
limitaciones y disciplinas, el monaquismo comenzó a propagarse. Justo L.
González en su obra “Historia del
Cristianismo” nos relata los orígenes de las primeras personas que
adoptaron este tipo de vida solitaria: “Aunque los orígenes del monaquismo cristiano se
encuentran en diversas partes del Imperio Romano, no cabe duda de que el
desierto —y particularmente el desierto de Egipto— fue tierra fértil para este
movimiento, hasta tal punto que durante todo el siglo IV el desierto parece ser
el lugar monástico por excelencia. La palabra misma, “monje”, viene del término griego monakós, que quiere decir “solitario”. Uno de los principales
móviles de los primeros monjes fue vivir solos, apartados de la sociedad, su
bullicio y sus tentaciones. El término “anacoreta”,
por el que pronto se les conoció, quiere decir “retirado” o “fugitivo”. Para
tales personas, el desierto representaba un atractivo único. No se trataba
naturalmente de vivir en las arenas del desierto, sino de encontrar un lugar
solitario —quizá un oasis, un valle entre montañas poco habitadas, o un antiguo
cementerio— donde vivir alejado del resto del mundo. No es posible decir a
ciencia cierta quién fue el primer monje —o monja— del desierto. Los dos
nombres que se disputan ese título, Pablo
y Antonio, deben su fama
sencillamente al hecho de que dos grandes autores cristianos — Jerónimo y
Atanasio respectivamente— escribieron sus vidas, dando a entender cada uno que
el protagonista de su obra era el fundador del monaquismo egipcio. Pero la
verdad es que es imposible saber —y que nadie supo nunca— quién fue el primer
monje del desierto. El monaquismo no fue invención de algún individuo, sino que
fue más bien un éxodo en masa, un contagio inaudito, que parece haber afectado
al mismo tiempo a millares de personas”.
La vida monástica en comunidades.
Generalmente
la vida monástica comenzó con personas que preferían estar solas, pero pronto
comenzó una nueva variante de esta vida pero en comunidades. Justo L. González nos
comenta al respecto: “El número creciente de personas que se retiraban al
desierto, y el deseo de casi todas ellas de allegarse a un maestro
experimentado, darían origen a un nuevo tipo de vida monástica. Ya hemos visto
cómo Antonio tenía que huir constantemente de quienes venían a pedirle su ayuda
y dirección. Cada vez más, los monjes solitarios cedieron el lugar a los que de
un modo u otro vivían en comunidad. Estos, aunque recibían el nombre de
“monjes” —es decir, de solitarios— consideraban que esa soledad se refería a su
retiro del resto del mundo, y no necesariamente a vivir apartados de otros
monjes. Este monaquismo recibe el nombre de “cenobita” —palabra derivada de dos términos griegos que significan
“vida común”. Al igual que en el
caso del monaquismo anacoreta, tampoco en cuanto al cenobítico nos es posible
decir a ciencia cierta quién fue su fundador. Lo más probable es que haya
surgido casi simultáneamente en diversos lugares, nacido, no de la habilidad
creadora de individuo alguno, sino sencillamente de la presión de las
circunstancias. La vida absolutamente apartada del anacoreta no estaba al
alcance de muchas personas que marchaban al desierto, y así nació el
cenobitismo. Sin embargo, aunque no haya sido su fundador, no cabe duda de que Pacomio fue quien le dio forma al
monaquismo cenobítico egipcio. Pacomio nació hacia el año 286, en una pequeña
aldea del sur de Egipto. Sus padres eran paganos, y él parece haber conocido
poco acerca de la fe cristiana antes de ser arrebatado de su hogar por el
servicio militar obligatorio. Se encontraba entristecido por su suerte, cuando
un grupo de cristianos vino a consolarles a él y a sus compañeros de
infortunio. El joven soldado se sintió tan conmovido ante este acto de caridad
que hizo votos en el sentido de que, si de algún modo lograba librarse del
servicio militar, se dedicaría él también al servicio de los demás. Cuando de
modo inesperado se le permitió dejar el ejército, buscó quien lo instruyera en
la fe cristiana y lo bautizara, y pocos años después decidió retirarse al
desierto, donde solicitó y obtuvo la dirección del viejo anacoreta Palemón. Siete
años pasó Pacomio junto a Palemón, hasta que oyó una voz que le ordenaba
establecer su residencia en otro lugar. Su anciano maestro le ayudó a edificar
allí un sitio donde vivir, y luego lo dejó solo. Poco después Juan, el hermano mayor
de Pacomio, se le unió, y juntos se dedicaron a la vida contemplativa. Pero
Pacomio no estaba satisfecho, y en sus oraciones constantemente rogaba a Dios
que le mostrara el camino para servirle mejor. Por fin en una visión un ángel
le dijo que Dios quería que sirviera a la humanidad. Pacomio no quiso escucharlo,
insistiendo en que lo que él buscaba era precisamente servir a Dios, y no a la
humanidad. Pero el ángel repitió su mensaje y Pacomio, recordando quizá los
votos que había hecho en sus días de servicio militar, comprendió y aceptó lo
que el ángel le decía. Con la ayuda de Juan, Pacomio construyó un muro amplio,
dejando lugar dentro para un buen número de personas, y después reunió a un
grupo de hombres que querían participar de la vida monástica. De ellos Pacomio
no pidió más que el deseo de ser monjes, y se dedicó a enseñarles mediante el
ejemplo lo que esto significaba. Pero sus supuestos discípulos se burlaban de
él y de su humildad, y a la postre Pacomio los echó a todos. Comenzó entonces
un segundo intento de vida monástica en comunidad. Contrariamente a lo que
podría esperarse, Pacomio, en lugar de ser menos exigente, lo fue más. Desde un
principio, quien quisiera unirse a su comunidad debería renunciar a todos sus
bienes, y prometer obediencia absoluta a sus superiores. Además, todos
participarían del trabajo manual, y nadie se consideraría a sí mismo por encima
de labor alguna. La norma fundamental fue entonces el servicio mutuo, de tal
modo que aun los superiores, a pesar de la obediencia absoluta que debían
recibir, estaban obligados a servir a los demás. El monasterio que fundó sobre
estas bases creció rápidamente, y en vida de Pacomio llegó a haber nueve monasterios,
cada uno con centenares de monjes. Además, la hermana de Pacomio, María, fundó
varias comunidades de monjas. Cada uno de estos monasterios estaba rodeado por
muros con una sola entrada. Dentro de este recinto había varios edificios.
Algunos de ellos, tales como la iglesia, el almacén, el comedor y la sala de
reuniones, eran de uso común para todo el monasterio. Los demás eran casas en
las que los monjes vivían agrupados según sus responsabilidades. Así, por ejemplo,
había una casa de los porteros, cuyas responsabilidades consistían en ocuparse
del alojamiento de quienes pidieran hospitalidad, y en recibir a los nuevos
candidatos que solicitaran ser admitidos a la comunidad. Otras casas alojaban a
los tejedores, los panaderos, los costureros, los zapateros, etc. En cada una
de ellas había una sala común y varias celdas, en las que vivían los monjes de
dos en dos. La vida de cada monje pacomiano se dedicaba por igual al trabajo y
la devoción, y hasta el propio Pacomio daba ejemplo ocupándose de las labores
más humildes. En cuanto a la devoción, el ideal era que todos siguieran el
consejo paulino: “Orad sin cesar”. Por esta razón, mientras los panaderos
horneaban, o mientras los zapateros preparaban el calzado, todos se dedicaban a
cantar salmos, a recitar de memoria las Escrituras, a orar en voz alta o en
silencio, o a meditar sobre algún pasaje bíblico. Además, dos veces al día se
celebraban oraciones en común. Por la mañana todos los monjes del monasterio se
reunían para orar, cantar salmos y escuchar la lectura de las Escrituras. Y por
la noche hacían lo mismo, aunque reunidos en grupos más pequeños, en las salas
de las diversas casas”.
JULIANO EL APÓSTATA
“Este muy humano príncipe
(Constancio), aunque éramos parientes cercanos, nos trató del siguiente modo.
Sin juicio alguno mató a seis primos comunes, a mi padre, que era su tío, a
otro tío nuestro por parte de padre, y a mi hermano mayor”.
Juliano
el Apóstata
Los
hijos de Constantino, al sucederle en el trono, continuaron la obra de su padre.
Sin dar pruebas de conversión, y ejerciendo el más bárbaro despotismo con sus
rivales, pretendían, sin embargo, implantar el cristianismo y hacerle de
aceptación general a todos los súbditos. Constancio, al quedar como único dueño
del Imperio, se esforzó en suprimir por la fuerza el paganismo, mostrando el
mismo espíritu de intolerancia que los paganos anteriormente habían mostrado
para con los cristianos. Confiscó los templos del viejo culto y el botín fue
dado a las iglesias. Bajo pena de muerte prohibió los sacrificios públicos o
privados, los que continuaron celebrándose a pesar de todo, porque los paganos
eran aún numerosos. La profesión de cristianismo se hizo una necesidad a todas
las personas que deseaban adelantar en la vida pública. Como su padre,
intervenía en todos los asuntos eclesiásticos y doctrinales, y de hecho era él
el obispo de los obispos. Juliano, llamado el
Apóstata, a causa de haber vuelto al paganismo, desechando la enseñanza
cristiana que había recibido, subió al trono en el año 361, y su reinado fue
corto, pues terminó el año 363. Desde su juventud había mostrado gran interés
en la literatura y estudios filosóficos. Leyó con avidez los autores griegos, y
su mente estuvo siempre llena de ideas mitológicas. También leyó con interés los
anales del martirologio cristiano, y no sólo profesó el cristianismo, sino que
llegó a desempeñar el cargo de lector en una iglesia, pero más tarde cayó bajo
la influencia de varios maestros platónicos, y especialmente de un tal Máximo,
que lo inició en todas las explicaciones místicas del panteísmo común en todas
las escuelas de Asia. Desde este tiempo, Juliano se hizo un ardiente admirador
de la vieja mitología, aunque por humana prudencia, continuaba profesando el
cristianismo. Estando en Atenas completamente absorto en la literatura clásica
de los antiguos autores griegos, y practicando los misterios de Eleusis, fue
llamado para recibir el título de César. Desde entonces se sintió bastante
fuerte, y resolvió arrojar la máscara, declarándose abiertamente partidario de
la restauración del paganismo. Al pasar el emperador por Atenas, hizo abrir los
templos de varias divinidades y restauró los ritos que habían sido suprimidos.
Ocurrió entonces la muerte repentina del emperador, y Juliano quedó único señor
del Imperio. Este alto favor lo atribuyó a los dioses, que admiraba y, en señal
de gratitud, resolvió que sus primeros actos de gobierno tendrían por objeto la
implantación del viejo culto de los dioses. Tomando el título de Pontifex, se
proclamó guardián y protector del culto que habían tenido los antiguos romanos,
al cual atribuía la grandeza del Imperio.
Juliano el apostata |
No era el intento de Juliano convertirse
en un perseguidor. Sus primeras medidas consistieron en devolver a los paganos
los templos que habían sido cedidos a las iglesias, y ordenar que en ellos se
restableciesen los ritos que antes se habían practicado. Pero Juliano intentó
elevar el paganismo, dándole un carácter más espiritual y práctico. Aspiraba a
fundar iglesias paganas. El ritual fue purificado, estableciéndose oraciones y
canto religioso, para que fuese parecido al culto cristiano. Fundó escuelas,
hospitales, y colegios para sacerdotes. En los templos se ofrecían limosnas
para el sostén de los pobres. Se estableció la costumbre de predicar sermones,
cosa que los paganos nunca habían hecho. Se exigía a los sacerdotes una buena
conducta con la esperanza que esto atraería las masas a los templos. Pero
fueron vanos esfuerzos. El árbol malo no puede dar buenos frutos. El paganismo
estaba carcomido hasta las raíces, y sus ritos carecían de la savia necesaria a
todo árbol del cual se esperan resultados halagüeños. El fracaso de su obra
irritó a Juliano, a tal punto que se puso a pensar en medidas más severas
contra los cristianos. Prohibió la celebración de bautismos; la predicación y
el proselitismo se declararon actos ilegales; no se permitiría a los cristianos
establecer escuelas de literatura y retórica; los cristianos no podrían ejercer
cargos públicos ni ser oficiales del ejército; muchas veces se confiscaron los
bienes de las iglesias, para que pudiesen mejor, decía sarcásticamente el
emperador, "cumplir el precepto de
su religión". El pueblo y los sacerdotes, contando con el beneplácito
de las autoridades, muchas veces levantaron tumultos que concluían dando muerte
a algún cristiano eminente. Juliano no ordenaba, pero toleraba estos actos.
Un día cuando Juliano dirigía sus tropas
en una campaña contra los persas, fue alcanzado por una lanza enemiga, y murió.
Las reformas religiosas del emperador apóstata nunca lograron arraigo entre el
pueblo, que se burlaba de ellas, pues el paganismo había perdido su fuerza
vital y no podía ser resucitado mediante decretos imperiales.
PRINCIPALES ESCRITORES Y ERUDITOS DE ESTE PERIODO
“No a
todos, mis amigos, no a todos, les corresponde filosofar acerca de Dios, puesto
que el tema no es tan sencillo y bajo. No a todos, ni ante todos, ni en todo
momento, ni sobre todos los temas, sino ante ciertas personas, en ciertas
ocasiones, y con ciertos límites”.
Gregorio
de Nacianzo
Este
periodo se caracterizó también por el surgimiento de una serie de maestros o
doctores teológicos los cuales escribieron e influyeron poderosamente en su
época. El evangelio no sólo se propagó por medio del testimonio personal, sino
por medio de la literatura, facilitando así el intercambio de pensamientos,
entre los que vivían en regiones separadas, y haciendo más fácil y duradera la
enseñanza. Prácticamente podemos dividir estos escritores en dos grupos, los
escritores de oriente, los cuales escribieron en lengua griega, y los de
occidente, que lo hicieron en latín. Veamos los más prominentes.
Principales escritores cristianos de Oriente.
EUSEBIO.
Nació en el año 260 y murió en el año 339. Es generalmente llamado el
padre de la Historia Eclesiástica, por haber sido el primero que se
ocupó en escribir detalladamente sobre los acontecimientos relacionados con el
cristianismo, desde los días del Señor hasta la época en la cual vivió. Era
oriundo de Palestina, probablemente de Cesárea, donde conoció a Panfilio, quien
más tarde sufrió el martirio, y en memoria de quien añadió su nombre al suyo.
En el año 315 fue elegido obispo de Cesárea; y cuando se reunió el Concilio de
Nicea, tuvo a su cargo el discurso de bienvenida al emperador Constantino con
quien desde entonces aparece siempre en muy íntima relación. Su Historia
Eclesiástica es una obra de mucho mérito a causa de los valiosos
documentos que ha conservado, los cuales son una guía segura al estudiante de
la materia, y casi la única fuente de información a que se puede recurrir. Otra
de sus obras populares es la Vida de Constantino, en la cual
pinta a su héroe en forma de panegírico, exagerando muchas veces sus buenas
obras y encubriendo sus notables defectos. Escribió también un libro titulado Preparación
para el Evangelio, que consta de una colección de extractos de antiguos
autores, destinados a preparar al lector para recibir inteligentemente el
evangelio. La obra de Eusebio en el campo de la Historia fue continuada por
Sócrates, un retórico de Constantinopla, que a principios del siglo quinto se
consagró a continuar los trabajos tan felizmente iniciados por Eusebio. Su obra
tiene el alto mérito de darnos a conocer las opiniones predominantes en aquel
tiempo.
CIRILO DE ALEJANDRÍA. Después del de Atanasio es el de Cirilo el
nombre de más figuración en la iglesia de Alejandría, ciudad donde ocupó el
episcopado desde el año 413 al 444. se caracterizó
por su fuerte ortodoxia lo cual lo llevo a oponerse fuertemente contra las
doctrinas nestorianas que se hicieron fuertes en sus días y prácticamente
negaban la unidad personal de Jesús y la maternidad divina de María. En su
ortodoxia llego a oponerse incluso a los judíos y fuentes filosofas a tal punto
que algunos creen que su fuerte influencia provoco que una turba de cristianos
mataran a la filósofa y matemática Hipatia. Sus principales obras comprenden
homilías, diálogos y diferentes tratados sobre la Trinidad y la Encarnación.
Sus escritos están llenos de alegorías e interpretaciones simbólicas, a veces
de poco valor.
CIRILO DE JERUSALÉN. Nació en el año 315 y murió en el 356. Durante
su obispado se opuso al Arrianismo y sus principales obras fueron de carácter
catequístico, las cuales reunían una serie de temas escriturales sencillos,
pero respaldadas por el texto sagrado las cuales hablaban acerca de amorosos
temas pastorales y de la fe cristiana dando una buena idea del pensamiento
cristiano de aquel entonces. Sus obras catequísticas reúnen los temas del
bautismo, figura de la pasión de Cristo, la unción del Espíritu Santo, las dos
venidas de Cristo, Preparad limpios los vasos para recibir al Espíritu Santo, Reconoce
el mal que has hecho, ahora que es el tiempo propicio, El pan celestial y la
bebida de salvación, y La Iglesia es la esposa de Cristo.
TEODORO DE MOPSUESTIA. La antigüedad no conoció teólogo tan
aventajado como Teodoro de Mopsuestia, conocido en las iglesias de Siria bajo
el nombre de "el intérprete'' a causa de sus muchos trabajos exegéticos.
Tuvo el mérito de pronunciarse en contra del sistema alegorista, tan en boga en
sus días, y volver al método racional, interpretando las Escrituras históricas
y gramaticalmente. Sus conocimientos críticos y filológicos eran vastos. Uno de
sus adversarios dijo: "Trata a las Escrituras como a los demás escritos
humanos". No pudo haber sido hecho mayor elogio de sus
escritos. Los intérpretes de su tiempo habían dejado de interpretar para
entretenerse en vanas y huecas especulaciones, haciendo de las Escrituras un
libro de adivinanzas y no un libro en el cual Dios habla a los hombres por
medio de hombres y en lenguaje de hombres. Sus exposiciones fueron condenadas
por el Concilio de Constantinopla en el año 553, como cien años después de su
muerte, pero su nombre figura hoy entre los de los buenos y juiciosos intérpretes
de la Palabra de Dios. Durante su vida se dedicó a realizar varios comentarios bíblicos
de los libros de la Biblia, tal y como Génesis, Salmos, Job, Eclesiastés,
Mateo, Lucas, las cartas de Pablo, entre otros, a parte de sus obras de carácter
teológico.
EL TRÍO DE CAPADOCIA.
Basilio
el grande, su hermano Gregorio de Nisa y Gregorio
el nacianceno, compone el trío de Capadocia, nombre que recibieron de
la provincia donde actuaron. Los dos primeros eran hijos de piadosos cristianos
y tuvieron el privilegio de ser enseñados en las Escrituras desde la infancia.
Al mismo tiempo recibieron una esmerada educación literaria, en su ciudad
natal, y más tarde en Antioquia, Constantinopla y Atenas. En esta última ciudad
entablaron relación con otro joven de nobles aspiraciones llamado Gregorio.
Desde Atenas escribían a su padre: “Conocemos sólo dos calles de la ciudad, la primera y
mejor lleva a las iglesias y a los ministros del altar; la otra, que no
apreciamos tanto, conduce a las escuelas y a los maestros de la ciencia. Las
calles de los teatros, juegos y lugares de mundanos entretenimientos, las
dejamos libres para otros”. Vuelto a su ciudad natal Basilio empezó
su carrera de abogado, la cual pronto dejó por sentirse llamado al ministerio
cristiano. Desde entonces se ocupó en despertar espiritualmente a su hermano
quien había caído en la indiferencia. Fue llamado a Cesárea para actuar como
asistente del obispo de aquella ciudad y cuando éste falleció fue elegido para
ocupar el lugar que dejaba vacante. Gregorio nacianceno también desempeñó el
cargo de obispo en la ciudad de Sasima y alcanzó gran fama por su elocuencia
que sólo ha sido sobrepasada por la de Crisóstomo.
CRISÓSTOMO.
“Crisóstomo —dice uno de sus biógrafos— pertenece a esta grande pléyade de hombres
superiores, cuyos trabajos, virtudes y genios han ejercido tanta influencia en
los destinos del cristianismo”. Nació en Antioquia en el año 346,
siendo su padre un rico militar de alta graduación. Muerto éste, cuando su hijo
era aún niño de pocos años, su madre Antusa quedó encargada por completo de la
educación y cuidado del que más tarde llenaría el mundo con la gloria de su
elocuencia. Antusa era una cristiana altamente piadosa y fue ella la que
arrancó a cierto pagano esta exclamación de admiración y sorpresa: “¡Qué madres
tienen estos cristianos!” Destinado
a la carrera de abogado, después de su primera educación fue puesto al cuidado
de Libanio, el gran retórico y elocuente defensor del paganismo. Pronto el
joven reveló sus singulares aptitudes de orador, y su célebre maestro se
lisonjeaba con la idea de que él sería un día su sucesor. Pero la mente del
joven abogado no se avenía a la clase de vida a que estaban sujetos los que
seguían su carrera, hallándola demasiado frívola y estéril para aquel que
aspiraba a mejores cosas en la vida. De vuelta a su hogar, halló en la Biblia,
que tanto había leído su cristiana madre, el agua de la vida que apagó la sed
de su corazón. Un condiscípulo llamado Basilio (no el obispo de Capadocia) le
ayudó mucho a entrar en el camino angosto que conduce a la vida. Fue admitido
en la iglesia como catecúmeno, y después de tres años de preparación y prueba,
fue bautizado por el obispo Melecio. Basilio quiso inducirle a abrazar la vida
monástica, ya muy popular, pero intervino la sabia influencia de su madre y le
disuadió de este propósito. “Te ruego —le
dijo llorando— que
no me hagas enviudar por segunda vez”. Crisóstomo entonces escogió
la mejor misión de vivir una vida santa en su casa y entre los del mundo
corrompido. Sin embargo, muerta su madre, Crisóstomo pasó seis años en un
monasterio dedicándose a escribir varios de sus tratados, pero la vida
monástica no le ofrecía el campo de actividad que sus talentos y dones
requerían. En el año 381 fue ordenado diácono, oficio en que trabajó durante
cinco años. En el 386 fue elevado a presbítero y como su elocuencia empezó a
ser conocida se le confió el pulpito de la iglesia más grande de Antioquia, la
cual siempre resultaba pequeña para contener las multitudes ávidas de escuchar
su palabra candente y arrebatadora, que a pesar de la naturaleza del edificio e
índole de la reunión, arrancaba aplausos y estruendosas manifestaciones de
admiración. Sus sermones no tienen nada de aquello que halaga las pasiones de
las multitudes. Son casi siempre homilías exponiendo capítulos enteros de la
Biblia. Crisóstomo inmortalizó este excelente método de predicación que tiene
la gran ventaja de familiarizar a los oyentes con el lenguaje y enseñanzas de
la Biblia. Se llamaba Juan, y debido a su elocuencia le dieron el
apodo de Crisóstomo, lo que significaba, en griego, boca de oro.
Bossuet lo llama el Demóstenes cristiano y lo declara “sin contradicción el más ilustre de los
predicadores y el más elocuente de los que han enseñado en la iglesia”.
Siendo su predicación una constante explicación de la Biblia, queda dicho que
era superior a la de la mayoría de los predicadores de sus días, no sólo por la
palabra atrayente del que ocupaba el pulpito, sino porque daba verdadero
alimento espiritual a los hambrientos. “A las grandes cualidades de orador —dice un
autor católico— Crisóstomo
unía un conocimiento profundo de las Escrituras. Siendo joven la había
estudiado bajo Melecio, después bajo Diodoro y Carterio. Más tarde cuando pasó
seis años en el desierto, no tuvo en sus manos más libro que la Biblia; no se
ocupó de otra cosa, sino del texto sagrado. Leyó y releyó, aprendió de memoria
palabra por palabra, y hasta el fin de su vida la hizo el objeto constante de
sus meditaciones. En una palabra, poseía un conocimiento profundo de los libros
sagrados, y se los había apropiado y asimilado de tal manera, que habían venido
a ser el fondo de su espíritu y su sustancia espiritual”. Estas palabras
pertenecen a Villemain, quien agrega: “Ningún orador cristiano estuvo más compenetrado de las
Escrituras Sagradas, ni más encendido de su fuego, ni más imbuido de su genio”.
Crisóstomo |
En el año 397 murió el patriarca de
Constantinopla, y ninguno de los candidatos para ocupar la vacante contó con
los sufragios necesarios, pero cuando sonó el nombre del famoso predicador de
Antioquia, fue elegido por mayoría. Fue traído casi a la fuerza a ocupar el
puesto en el que obtendría tantos triunfos y sufriría tantos desengaños. Empezó
su obra en la capital introduciendo reformas en la vida y práctica de las
iglesias, que tanto se habían apartado de la simplicidad primitiva del
cristianismo, y denunciando valientemente todos los vicios de la aristocracia
exteriormente religiosa. Pronto tuvo tantos enemigos como admiradores. Una predicación
tan pura no podía sino ofender a la gente mundana que llenaba las iglesias. El
clero nada espiritual, las damas de la corte, y particularmente la emperatriz
Eudosia se pusieron en su contra. Los que habían aspirado al patriarcado y en
la elección habían sido vencidos por los partidarios de Crisóstomo, se
encargaron de encender el fuego, y acusándole de ser sostenedor de las
doctrinas de Orígenes, consiguieron hacerlo desterrar; pero no tardó en ser
llamado de nuevo por la misma Eudosia, quien se atemorizó creyendo que un
terremoto que ocurrió poco tiempo después de su destierro era un castigo de
Dios. Pero el valiente orador volvió a su campo de acción resuelto a seguir el
mismo programa con que había empezado, lo que volvió a irritar a Eudosia. “Herodías —dijo al subir al púlpito— está de nuevo enfurecida; de nuevo tiembla;
de nuevo pide la cabeza de Juan el Bautista”. Este lenguaje le
atrajo otra vez la ira de la emperatriz, y fue desterrado por segunda vez a una
aldea llamada Taurus, en los confines de Armenia, donde se hallaba
constantemente expuesto al peligro de bandoleros. “Su carácter quedó consagrado en su
ausencia y persecución —dice Gibbons— las faltas de su administración no eran más
recordadas; toda lengua repetía las alabanzas de su genio y virtud; y la
respetuosa atención del mundo cristiano estaba fija en un lugar desierto de las
montañas de Taurus”. A pesar del
destierro, Crisóstomo no vivía en la inacción. Personalmente y por
correspondencia seguía la obra, interesándose en la evangelización de las
tribus cercanas al lugar de su destierro, que aún no conocían el cristianismo,
y escribiendo a las iglesias en las cuales tenía mucha influencia. Sus
adversarios no cesaban de perseguirle cada vez más, y consiguieron que fuese
confinado a una región aún más apartada, en los confines del Imperio, pero
falleció en el penoso viaje, en septiembre del año 407. Treinta años más tarde
sus restos fueron transportados a Constantinopla donde fueron recibidos con los
más altos honores. El mismo emperador Teodosio el joven, imploró públicamente
el perdón de Dios por la falta que habían cometido sus antepasados.
Las obras de Crisóstomo son numerosas,
consistiendo generalmente en homilías explicando las Escrituras. Forman un
verdadero tesoro, y del griego han sido traducidas a muchos idiomas modernos, y
son siempre consultadas por los mejores comentadores de elocuencia. Abarcan
casi todos los libros del Nuevo Testamento y muchos del Antiguo. Comprenden
además un gran número de sermones sobre diferentes temas. El siguiente trozo,
parte de un sermón sobre la lectura de la Biblia, puede dar una ligera idea de
su predicación:
“El
árbol plantado junto al arroyo de aguas, creciendo al borde mismo de la ribera,
disfruta constantemente de su conveniente humedad, y desafía impunemente todas
las intemperies de la atmósfera; no teme a los ardores disecantes que produce
el sol, ni al aire inflamado; teniendo en sí una savia abundante, se defiende
contra el calor exterior y lo hace retroceder; del mismo modo, un alma que
permanece cerca de las aguas de las Santas Escrituras, que de ella bebe
continuamente, que recibe de ella misma este riego refrigerante del Espíritu
Santo, llega a hacerse superior a todos los ataques de las cosas humanas, sea
la enfermedad, la maldición, la calumnia, el insulto, la burla o cualquier otro
mal; sí, aunque todas las calamidades de la tierra atacaran a esa alma, se
defiende fácilmente contra todos esos ataques, porque la lectura de las Santas Escrituras
le proporciona consolación suficiente. Ni la gloria que se extiende a lo lejos,
ni el poder mejor establecido, ni la ayuda de numerosos amigos, ni ninguna otra
cosa, en fin, puede consolar al hombre afligido, como la lectura de las Santas
Escrituras. ¿Por qué? Porque esas cosas son perecederas y corruptibles, y
porque la consolación que dan perece también; la lectura de las Santas
Escrituras es una conversación con Dios, y cuando es El quien consuela a un
afligido, ¿quién podrá hacerlo caer de nuevo en la aflicción? Apliquémonos,
pues, a esta lectura, no sólo dos horas sino siempre; que cada uno al ir a su
casa tome en sus manos los libros divinos y reflexione sobre los pensamientos
que encierran y busque en las Escrituras una ayuda continua y suficiente. El
árbol plantado junto a arroyos de agua, no permanece allí sólo dos o tres
horas, sino todo el día y toda la noche. Por eso sus hojas son abundantes y sus
frutos numerosos, sin que ninguno lo riegue; porque plantado cerca de la
ribera, sus raíces absorben la humedad y, como por canales, la lleva a todo el
tronco para que disfrute; lo mismo es con aquel que lee continuamente las
Santas Escrituras, y que permanece cerca de esas aguas, aunque no tuviese
ningún comentador, la lectura sola, como una especie de raíz, hace que saque de
ella mucha utilidad”.
Principales escritores cristianos de Occidente.
HILARIO.
Nació en Poitiers en el año 295, y sus padres, que probablemente eran paganos,
lo educaron en las letras y la filosofía. Siendo amante de la verdad, y
diligente en los estudios e investigaciones, llegó a convencerse de la verdad
del cristianismo, el cual aceptó de todo corazón, siendo bautizado juntamente
con su esposa y una hija. Desde su conversión resolvió dedicar todas sus
energías al servicio de la causa que había abrazado. En el año 350 fue elegido
obispo de su ciudad natal, y desde entonces milita entre los ardientes
defensores de la ortodoxia, en contra del arrianismo, que amenazaba las
iglesias de la Galia. Su principal obra fue publicada en doce libros, y trata
de la fe, de la Trinidad, y de los errores de Arrio. Otra obra que le valió
fama y renombre fue un comentario al Libro de los Salmos.
AMBROSIO.
Más bien por sus trabajos que por sus escritos es conocido este célebre obispo
de Milán. Nació en Treves en el año 340, siendo su padre prefecto de la ciudad.
Perdió a su padre siendo niño, y su madre lo llevó a Roma donde fue educado con
el fin de que pudiera ocupar algún puesto público. Siendo todavía muy joven,
fue nombrado gobernador del distrito de Milán. Cuando hacía cinco años que
desempeñaba este puesto, fue llamado para apaciguar un tumulto que se había
formado en una iglesia, donde los partidos no llegaban a ponerse de acuerdo
sobre la elección de un obispo. Se cuenta que un niño de corta edad, asumiendo
la actitud de orador, exclamó: "Ambrosio
es obispo". Los que estaban
reunidos, impresionados por las palabras del niño, creyeron tener en ellas una
indicación celestial acerca de la persona que debía ser elegida para el puesto
vacante. "Ambrosio es obispo",
fue el clamor general, y todas las protestas del gobernador no pudieron hacer
desistir a la multitud. En vano les hizo notar que sólo era catecúmeno en la
iglesia. La voluntad popular tuvo que cumplirse, y Ambrosio fue bautizado y
ordenado obispo el mismo día. Desde entonces se puso a estudiar asiduamente las
Escrituras; y si bien nunca llegó a ser teólogo distinguido, pudo predicar con
mucha aceptación y despertar a la ciudad, que siempre le escuchaba de buena
gana. A causa de su vehemencia, estuvo a menudo en conflicto con los gobernantes.
Condenado al destierro, rehusó obedecer y se encerró en la iglesia, donde era
protegido por las multitudes que le defendían y contra las cuales las
autoridades no se animaron a proceder. Obligado así a permanecer con los suyos
día y noche en la iglesia, se dedicó a componer himnos, que él mismo enseñaba a
cantar. Ambrosio fue un gran autor de himnos, muchos de los cuales han llegado
hasta nosotros a través de los siglos y son cantados en todos los países
cristianos. Entre otros, está el "Santo, Santo, Santo, Señor de los ejércitos''
y la doxología titulada Gloria Patri. El Te Deum también ha
sido atribuido a su pluma, pero los himnologistas lo dan como una composición
posterior. La tradición decía que había sido compuesto en ocasión del bautismo
de San Agustín. Lo que escribió sobre interpretación bíblica es de poco mérito;
y por haber seguido, como muchos otros, el método alegórico, hizo oscuro mucho
de lo que era claro. Falleció en el año 397, siendo llorado por muchos, pues
había logrado gran popularidad y era amado por las multitudes que le
escuchaban.
AGUSTÍN DE HIPONA. Es considerado como el padre de la teología latina En el libro más popular de los muchos que escribió, Las Confesiones, Agustín
nos ha dejado su autobiografía. Su madre, Mónica, era una cristiana altamente
piadosa, casada con un pagano que fue ganado a la fe poco antes de su muerte.
Residían en Cartago, donde el joven Agustín fue arrastrado por la corriente del
vicio al desoír los saludables consejos de su buena madre. Al huir del hogar,
lo hallamos en Italia; en Roma primeramente y después en Milán, siempre seguido
por Mónica, quien no cesaba de hacerlo el objeto de sus férvidas oraciones. Su
fe fue puesta a prueba, pues el joven Agustín se hallaba cada día más lejos del
reino de Dios. “Mi
madre me lloraba —dice él— con un dolor más
sensible que el de las madres que llevan a sus hijos a ser enterrados”. De su vida de libertinaje nació un hijo, al
que llamó Adeodato, al cual amaba con locura. Cuando Agustín empezó a ocuparse
de cosas religiosas, cayó en el error de los maniqueos y en el neoplatonismo.
El maniqueísmo era la doctrina de cierto persa llamado Maní, educado entre los
magos y astrólogos, entre quienes alcanzó mucha fama. Hombre de actividad y muy
emprendedor, todos le consultaban como filósofo y médico. Tuvo la idea de hacer
una combinación del cristianismo con las ideas que profesaba, para lo cual tomó
el nombre de Paracleto y pretendía tener la misión de completar la doctrina de
Cristo. Muchos fueron seducidos por su elocuencia, y sus adeptos formaron la
nueva secta en la que cayó el más tarde famoso Agustín. Estando Mónica en
Milán, pidió a Ambrosio que tratase de convencer a su hijo y sacarlo del error
en que se encontraba, pero el prudente obispo le hizo notar que no lograría
nada mientras le durase la novedad de la herejía que le llenaba de vanidad y
presunción. “Déjelo —le dijo—, conténtese con orar a Dios por él, y verá cómo él mismo
reconocerá el error y la impiedad de esos herejes, por la lectura de sus
propios libros”. Pero Mónica lloraba afligida y
continuaba implorando a Ambrosio que tuviese una entrevista, de la cual
esperaba buenos resultados, pero él le contestó: “Vaya en paz y continúe haciendo lo que ha
hecho hasta ahora, porque es imposible que se pierda un hijo llorado de esta
manera”. Las oraciones de Mónica empezaron a ser oídas. Agustín iba
cansándose de la aridez de la humana filosofía, y suspiraba por algo que
realmente le diese la vida que tanto necesitaba. La predicación de Ambrosio le
impresionó, y llegó a comprender que sólo en Cristo debía buscar el camino de
la vida. La crisis violenta por la que pasó su alma, la relata detalladamente
en el libro octavo de sus Confesiones. Había perdido completamente la paz. “Sentí levantarse
en mi corazón —dice— una tempestad seguida de una lluvia de lágrimas; y a fin
de poderla derramar completamente y lanzar los gemidos que la acompañaban, me
levanté y me aparté de Alipio, juzgando que la sole-dad me sería más aparente
para llorar sin molestias, y me retiré bastante lejos para no ser estorbado ni
por la presencia de un amigo tan querido” .En esa soledad Agustín
clamó a Dios pidiendo que se apiadase de él, perdonándole sus pecados pasados,
diciendo: “¿Hasta
cuándo, Señor, hasta cuándo estarás airado conmigo? Olvídate de mis pecados
pasados. ¿Hasta cuándo dejaré esto para mañana? ¿Por qué no será en este mismo
momento? ¿Por qué no terminarán en esta hora mis manchas y suciedades?”.
Agustín de Hipona |
“Mientras hablaba de este modo —continúa diciendo— y lloraba
amargamente, con mi corazón profundamente abatido, oí salir de la casa más
próxima, una voz como de niño o niña, que decía y repetía cantando
frecuentemente: "Toma y lee, toma y lee". Contuve entonces el
torrente de mis lágrimas, y me levanté sin poder pensar otra cosa sino que Dios
me mandaba abrir el libro sagrado y leer el primer pasaje que encontrase”.
Agustín corrió donde tenía las Escrituras y abriéndolas al azar, sus ojos
dieron con este pasaje: “Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y
borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia; sino
vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne”,
(Romanos 13:13-14). Dice Godet, que el
primero de estos versículos describe la vida de Agustín antes de su conversión,
y el segundo la que llevó después. “No quise leer más
—dice Agustín— ni tampoco era necesario, porque con este pensamiento se
derramó en mi corazón una luz tranquila que disipó todas las tinieblas de mis
dudas”. Agustín dio las nuevas a Alipio de lo que pasaba en él, y
éste también en aquella hora tomó la resolución de entregarse al Señor. Ambos
se apresuraron en dar las nuevas a Mónica, la cual fue transportada de alegría
al saber que su hijo era cristiano y que sus oraciones habían sido oídas. Poco
después fue bautizado por Ambrosio, al mismo tiempo que su amigo Alipio, y su
hijo Adeodato. De regreso de África, buscó en la soledad y meditación,
compenetrarse mejor de la mente de Cristo a quien había resuelto servir. En el
año 391 fue ordenado presbítero y empezó a predicar con mucho éxito. Más tarde
fue nombrado obispo de Hipona. Además de las Confesiones, entre sus muchas
obras, merecen citarse Contra los Maniqueos, Verdadera
Religión, La Ciudad de Dios, y la última de sus obras, Retractaciones,
en la que repasa lo que había escrito durante toda su vida, y se retracta de
aquellas enseñanzas que llegó a reputar erróneas después que hubieron madurado
bien sus ideas. Murió en el año 430, a los setenta y seis años de edad, después
de haber trabajado asiduamente a favor de la causa que abrazó con tanta
sinceridad, y legando a la posteridad un nombre que no reconoce igual entre los
escritores de Occidente.
Una tradición medieval, que recoge la
leyenda, inicialmente narrada sobre un teólogo, que más tarde fue identificado
como san Agustín, cuenta la siguiente anécdota: cierto día, san Agustín paseaba
por la orilla del mar, junto a la playa, dando vueltas en su cabeza a muchas de
las doctrinas sobre la realidad de Dios, una de ellas la doctrina de la
Trinidad. De pronto, al alzar la vista ve a un hermoso niño, que está jugando
en la arena. Le observa más de cerca y ve que el niño corre hacia el mar, llena
el cubo de agua del mar, y vuelve donde estaba antes y vacía el agua en un
hoyo. El niño hace esto una y otra vez, hasta que Agustín, sumido en una gran
curiosidad, se acerca al niño y le pregunta: «¿Qué haces?» Y el niño le
responde: «Estoy sacando toda el agua del mar y la voy a poner en este hoyo». Y
San Agustín dice: «¡Pero, eso es imposible!». A lo que el niño le respondió:
«Más difícil es que llegues a entender el misterio de la Santísima Trinidad».
JERÓNIMO. Como
filólogo, Jerónimo ocupa el primer lugar entre los cristianos de sus días.
Nació de padres cristianos, probablemente en el año 346, cerca de Aquilea, en
los confines de Dalmacia y Pannonia. Recibió su educación en Roma bajo la
dirección del retórico Aelio Donato, iniciándose en los estudios gramaticales y
lingüísticos, que no abandonó hasta el fin de su carrera, perfeccionándose en
el idioma latín. En esta ciudad profesó públicamente el cristianismo y después
de efectuar algunos viajes resolvió radicarse Belén para estudiar el hebreo y
los dialectos que de él se derivan, para lo cual entabló relaciones con un
maestro judío, lo cual escandalizaba a muchos de sus correligionarios. En 379
aparece en Antioquia, donde fue nombrado presbítero. En Constantinopla encontró
a Gregorio Nacianceno, con quien mantuvo íntimas relaciones. En Roma emprendió
con ardor la ardua tarea de revisar la traducción de la Biblia al
latín, llamada Itálica, la cual era muy defectuosa a causa de las
muchas variantes que se hallaban en las diferentes ediciones. De
este trabajo resultó la Vulgata latina, nombre que se le dio porque
estaba destinada para ser leída por el pueblo, al cual aún no se había privado
del derecho de leer e interpretar la Biblia. Entre otros trabajos literarios de
Jerónimo, figuran sus Cartas y algunos Comentarios sobre las Escrituras que
tienen más valor literario que exegético. Los últimos años de su vida los pasó
en Palestina, recluido en un convento donde continuó sus trabajos de escritor
fecundo. Falleció a edad muy avanzada, en Belem, el año 420.
Jerónimo Autor de la Vulgata Latina |
DESARROLLO DEL PODER EN LA IGLESIA ROMANA
“Así
surgió que por todo el Occidente el obispo romano o papa, como cabeza de la
iglesia en Roma, comenzara a considerarse como la autoridad principal en la
iglesia en general… Se preparaba el camino para pretensiones aún mayores de
Roma y el papa para los siglos venideros”.
Jesse
Lyman Hurlbut
Hoy
en día todos conocemos o hemos oído hablar de la Iglesia Católica Apostólica y
Romana y los acontecimientos que tuvieron lugar en este periodo pusieron los
primeros cimientos para lo que se convertiría en esta institución. Jesse Lyman
Hurlbut nos da una buena descripción de como los eventos que se desarrollaron
aquí fueron un preludio para lo que vendría en el futuro: “Conforme paso el tiempo Constantinopla
desplazó a la ciudad de Roma como la capital del mundo. Ahora veremos a Roma
afirmando su derecho de ser la capital de la iglesia. A través de todo este
período, la iglesia en Roma ganaba prestigio y poder. El obispo de Roma, ahora llamado papa, reclamaba el trono de autoridad sobre todo el mundo
cristiano. Quería que se le reconociera como cabeza de la iglesia en toda
Europa al oeste del mar Adriático. Este desarrollo aún no había alcanzado la
presuntuosa demanda de poder, sobre el estado y la iglesia, que se manifestó en
la Edad Media. Sin embargo, se inclinaba con fuerza hacia esa dirección. Veamos
algunas de las causas que fomentaron este movimiento. La semejanza de la
iglesia con el imperio como una organización fortalecía la tendencia hacia el
nombramiento de un jefe. En un estado gobernado no por autoridades elegidas
sino por una autocracia, donde un emperador gobernaba con poder absoluto, era
natural que la iglesia se gobernara de la misma manera: por un jefe. En todas
partes los obispos gobernaban las iglesias, pero la pregunta surgía
constantemente: ¿Quién gobernaría a los obispos? ¿Qué obispo debía ejercer en
la iglesia la autoridad que el emperador ejercía en el imperio? Los obispos que
presidían en ciertas ciudades pronto llegaron a llamarlos
"metropolitanos" y después "patriarcas". Había patriarcas
en Jerusalén, Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Roma. El obispo de Roma
se adjudicó el título de "papá, padre", después se modificó a papa. Entre estos cinco patriarcas
había frecuentes disputas por la prioridad y supremacía. Sin embargo, la
cuestión al final se limitó a escoger entre el patriarca de Constantinopla y el
papa de Roma como cabeza de la iglesia. Roma reclamaba para sí autoridad
apostólica. Era la única iglesia que decía poder mencionar a dos apóstoles como
sus fundadores y estos, los mayores de todos los apóstoles, San Pedro y San
Pablo. Surgió la tradición de que Pedro fue el primer obispo de Roma. Como
obispo, Pedro debería haber sido papa. Se suponía que en el primer siglo el
título "obispo" significaba lo mismo que en el siglo cuarto, un
gobernante sobre el clero y la iglesia. Por tanto, Pedro, como el principal de
los apóstoles, debe haber poseído autoridad sobre toda la iglesia. Se citaban
dos textos en los Evangelios como prueba de esta afirmación. Uno de estos puede
verse ahora escrito en letras gigantescas en latín alrededor de la cúpula de la
Iglesia de San Pedro en Roma: “Tú eres Pedro; y sobre esta piedra edificaré mi
iglesia”. El otro es: “Apacienta mis
ovejas”. Se argüía que Pedro fue la
primera cabeza de la iglesia, entonces sus sucesores, los papas de Roma,
deberían continuar su autoridad. El carácter de la iglesia romana y sus
primeros líderes sostenían fuertemente estas afirmaciones. Los obispos de Roma
eran por lo general hombres más fuertes, sabios y que se hacían sentir por toda
la iglesia. Mucha de la antigua calidad imperial que había hecho a Roma la
señora del mundo moraba aun en la naturaleza romana. En esto había un notable
contraste entre Roma y Constantinopla. Al principio, Roma hizo a los
emperadores, pero los emperadores hicieron a Constantinopla y la poblaron de
súbditos sumisos. La iglesia de Roma siempre fue conservadora en doctrina. Las
sectas y herejías ejercieron poca influencia sobre ella y en aquel entonces
permanecía como una columna de la enseñanza ortodoxa. Este rasgo incrementaba
su influencia por toda la iglesia en general”.
MUCHAS GRACIAS ME FUE DE MUCHA AYUDA PARA MI ESTUDIO
ResponderBorrarMuchas gracias me fue de gran bendición
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