La Iglesia de la Edad Media



“Pero tengo unas pocas cosas contra ti: que toleras que esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos a fornicar y a comer cosas sacrificadas a los ídolos”.

Apocalipsis 2:20

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Monjes medievales

“Las instrucciones que te di han de ser seguidas con diligencia. Cuida de que los obispos no se metan en asuntos seculares, excepto en cuanto sea necesario para defender a los pobres”.
Gregorio el Grande


INTRODUCCIÓN

          
              Si hay un versículo que describe este periodo, son las que el Señor le dirigió a la iglesia de Tiatira en el libro de Apocalipsis: Pero tengo unas pocas cosas contra ti: que toleras que esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos a fornicar y a comer cosas sacrificadas a los ídolos. Muchos lo ven como el tiempo del oscurantismo o la era de las tinieblas donde el mismo espíritu idolátrico de Jezabel que domino a Acab para adorar a Baal y Asera, dominaba a los ministros de este entonces arrastrándolos a toda clase de superstición e idolatría. Se conoce como la Iglesia de la Edad Baja Media a aquella de travesó el periodo que va desde la deposición de Rómulo Augústulo en el 476 d.C. pasando por la cisma entre Oriente y Occidente en el año 1054 (ya que en este periodo el imperio romano quedo dividido en dos, donde en Occidente se hablaba en latín, y en Oriente en griego), hasta la caída de Constantinopla en el año 1453. La decadencia del imperio romano se originó principalmente por las invasiones de los pueblos germanos. Justo L. González nos habla del origen de dicha decadencia: “El viejo Imperio Romano estaba enfermo de muerte, y no lo sabía. Allí en sus fronteras del Rin y del Danubio bullía una multitud de pueblos prontos a irrumpir hacia los territorios romanizados. Estos pueblos, a quienes los romanos, siguiendo el ejemplo de los griegos, llamaban “bárbaros”, habían habitado los bosques y las estepas de la Europa oriental durante siglos. Desde sus mismos inicios el Imperio Romano se había visto en la necesidad constante de proteger sus fronteras contra las incursiones de los bárbaros. Para ello se construyeron fortificaciones a lo largo del Rin y del Danubio, y en la Gran Bretaña se construyó una muralla que separaba los territorios romanizados de los que aún quedaban en manos de los bárbaros. A fin de viabilizar la defensa, se hicieron repartos de tierras entre los soldados, que en calidad de colonos vivían en ellas, a condición de acudir al campo de batalla en caso necesario. De este modo el Imperio Romano pudo defender sus fronteras hasta mediados del siglo IV. Pero a partir de entonces su defensa se hizo cada vez más difícil, hasta que por fin toda la porción occidental del Imperio sucumbió ante el empuje de los invasores”. Poco a poco grandes naciones del imperio romano fueron cayendo, España, África e Italia sucumbieron, y el poderío del gobierno entro en una gran crisis, la pobreza e ignorancia creció desmedidamente y la iglesia comenzó a aprovecharse de esta situación influyendo sobre todas las personas con sus tradiciones y supersticiones haciendo cada vez más fuerte su influencia sobre los gobiernos hasta ser la que verdaderamente gobernaba los destinos de los países. Aunque Oriente no cayó en esta crisis, Occidente marco el inicio de una serie de acontecimientos que quedarían inmortalizados en la historia de la iglesia, así como la proliferación de nuevas herejías. El historiador católico Bernardino Llorca lo cita de la siguiente manera: “Este periodo se caracteriza como triunfo y crecimiento rápido del cristianismo, así como también de unión con el Estado en su ulterior desarrollo. Mas no por eso se vio libre de grandes luchas y de crisis peligrosas. Dos fueron las fuentes principales de estas dificultades que la iglesia tuvo que superar. Por una parte, la intensificación de las herejías, y por otra, la invasión de los pueblos germanos”.

EL PROCESO DEL PODER PAPAL


“El hecho más notable en los diez siglos de la Edad Media es el desarrollo del poder papal. Ya hemos visto cómo el papa de Roma afirmaba ser "obispo universal" y cabeza de la iglesia. Ahora afirma ser gobernador sobre las naciones, los reyes y emperadores”.
Jesse Lyman Hurlbut

               Con su sede en Roma, la iglesia Occidental comenzó a ejercer su influencia sobre una nación debilitada políticamente que duro alrededor de 1,000 años. Ya vimos como el obispo de Roma llego a autoproclamarse el líder espiritual de toda la iglesia y cabeza de la misma, y con el tiempo se le conoció con el nombre de papa, que significa padre, afirmando que Pedro fue el primer papa; aunque no hay evidencia bíblica ni histórica que respalde tal cosa. Muchos consideran que León I Magno (440-461) fue el primer obispo al cual se le nombro papa, el cual influyo desde Roma en tiempos donde los barbaros invadían el imperio. Se cuenta que en cierta ocasión Atila quien comandaba a los hunos en el año 452, ataco y saqueo Aquilea una ciudad de Italia, y en su camino a Roma el papa León I lo intersecto y negocio con él para que desistiera de su intención de atacar la capital. Justo L. Gonzales comenta respecto a este encuentro: “En tales circunstancias, León partió de Roma y se dirigió al campamento de Atila, donde se entrevistó con el jefe bárbaro a quien todos tenían por “el azote de Dios”. No se sabe qué le dijo León a Atila. La leyenda cuenta que, al acercarse el Papa, aparecieron junto a él San Pedro y San Pablo, amenazando a Atila con una espada. En todo caso, el hecho es que, tras su entrevista con León, Atila abandonó su propósito de atacar a Roma, y marchó con sus ejércitos hacia el norte, donde murió poco después”. La influencia de León I en una Roma políticamente débil y en caos logro que el papado se sobrepusiera en el poder sobre reyes y gobernantes y a su muerte sus hijos lo sucedieron en el trono papal. Con el tiempo Italia entro en una terrible decadencia, destruida por las constantes guerras entre los godos y el imperio, y asolada por una terrible peste, en el año 590 fue ordenado como sumo pontífice Gregorio I, “el grande”, llego a destacar entre los papas romanos. Una de sus primeras obras como papa fue ordenar una peregrinación pidiendo perdón por todos los pecados de la nación, con lo cual, después de la peregrinación la peste que asolaba al imperio ceso. Además de esto se conoció por su ayuda a los más necesitados utilizando las riquezas del papado y hasta el mismo imperio para tal fin. Este papa se caracterizaba por ser amante de las enseñanzas antiguas y se resistía a cualquier enseñanza nueva que pudiese surgir en sus tiempos, con todo, la influencia de Gregorio I ayudo a la iglesia a salir de este periodo de oscurantismos y permitió al papado continuar en el trono. Respecto a Gregorio I, Henry H. Halley comenta: “es generalmente considerado como el primer Papa. Apareció en un tiempo de anarquía política y de grandes calamidades públicas en toda Europa. Italia, después de la caída de Roma en el 476 d.C., había llegado a ser un reino godo, y luego una provincia bizantina bajo control del emperador del Oriente. Ahora era saqueada por los lombardos. La influencia de Gregorio sobre los diferentes reyes tuvo un efecto estabilizador. Estableció un control completo sobre las iglesias (de Italia, España, Galia e Inglaterra (cuya conversión al cristianismo fue el gran evento de los días de Gregorio). Procuró incansablemente la purificación de la iglesia; depuso a obispos negligentes o indignos, y se opuso con gran celo a la práctica de la simonía (la venta de puestos). Ejerció gran influencia en Oriente, aun cuando no reclamaba jurisdicción sobre la Iglesia oriental. El entonces Patriarca de Constantinopla se hizo llamar "Obispo Universal." Esto irritó grandemente a Gregorio, quien rechazó el título como "palabra viciosa y orgullosa," y rehusó que se le aplicara a si mismo. Sin embargo, prácticamente ejercía toda la autoridad que aquel título representaba. En su vida personal era un buen hombre, uno de los más puros y mejores de los Papas; incansable en sus esfuerzos a favor de la justicia para los oprimidos, y sin límite en sus caridades para con los pobres. Sí todos los Papas hubieran sido tales, cuán diferente concepto tendría el mundo del Papado”. Sin embargo, con el tiempo los siguientes papas no siguieron el ejemplo de la nobleza de Gregorio I, ya que desde el año 870 al 1050 se presenta años oscuros para la iglesia católica, los historiadores han llamado los 200 años de Nicolás I, hasta Gregorio VII, la media noche de las Edades Oscuras  ya que el soborno, la corrupción, la inmoralidad y el derramamiento de sangre lo hacen el capítulo más negro de toda la historia del papado, mismo tiempo en el cual la iglesia de Oriente se dividió dando origen a lo que hoy se conoce como la iglesia Ortodoxa. Fue en este periodo donde el error triunfa sobre la iglesia introduciéndola en un periodo de oscurantismo reinado por la ignorancia, idolatría y principios anticristianos, donde los estudios teológicos y bíblicos se hallan casi completamente abandonados. En el año 904 con Sergio III surge un periodo conocido como la Pornocracia, o Reinado de las Rameras, debido a que este tenía una concubina llamada Marozia, la cual manejaba todos los asuntos eclesiásticos. Otros papas como Juan X imitaron esta pecaminosa conducta, y así una ramera llamada Teodora figuro entre las amantes de los papas. Asi este periodo se caracterizó por una depravación terrible entre los papas que los sucedieron los cuales estuvieron involucrados en asesinatos y sobornos como nunca ha habido.

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Papa Leon I confronta a Atila

No fue hasta la llegada de Gregorio VII, mejor conocido  como  Hildebrando (1073-1085) que el papado comenzó a escalar a su máxima cúspide, el cual a su mismo tiempo es conocido entre los romanistas como una de las mayores glorias del pontificado. Respecto a este personaje y la culminación del poder papal Jesse Lyman Hurlbut nos comenta: “El período de culminación fue entre 1073 y 1216 d.C., alrededor   de ciento cincuenta años, en que el papado tuvo un poder casi absoluto, no solo sobre la iglesia, sino sobre las naciones de Europa. Esta elevada posición  se alcanzó durante el gobierno de Hildebrando, el único  papa  más  conocido  por  su  nombre  de  familia  que  por  el   nombre asumido como papa, Gregorio VII.  Durante  veinte  años,  Hildebrando gobernó  realmente  a  la  iglesia  como  el  poder  tras  el  trono  antes  de emplear la triple corona. Asimismo, durante su papado y hasta su muerte acaecida en 1085 d.C. Hildebrando  reformó  el  clero  que  se  había  corrompido  y  quebrantó, aunque solo por un tiempo, la simonía o la compra de puestos en la iglesia. Levantó las normas de moralidad en todo el clero e impuso el celibato del sacerdocio, que aunque se exigía no fue obligatorio hasta su día”. Otro de los papas que ayudo a consolidar el poder del papado fue Inocencio III (1198-1216), el más poderoso de todos los Papas ya que llevo el papado a la cima del poderio. Reclamó ser "vicario de Cristo", "vicario de Dios", "Supremo Soberano de la Iglesia y del Mundo"; tener el derecho de deponer a reyes y príncipes; que "todas las cosas en la tierra, en el cielo y en el infierno están sujetas al Vicario de Cristo." Llevó a la Iglesia al dominio supremo del Estado. Los reyes de Alemania, Francia, Inglaterra y prácticamente todos los monarcas de Europa obedecían a su voluntad. Acerca de este papa Jesse Lyman Hurlbut nos comenta: “Otro papa cuyo reino demostró su alto grado de poder fue Inocencio III (1198-1216).  En  su  discurso  de  inauguración  declaró: "El sucesor de San Pedro ocupa una posición intermedia entre Dios y  el hombre. Es inferior a Dios más superior al hombre. Es el juez de todos, mas nadie lo juzga." En una de sus cartas oficiales escribió que al papa "no solo se le encomendó  la iglesia, sino todo el mundo", con "el derecho de disponer finalmente de la corona  imperial  y de todas las demás coronas".  Elegido para ocupar el cargo a los treinta y seis años, a través de su reinado sostuvo con éxito estas altas pretensiones”. Fue en el papado de Inocencio III que se decretó la Santa Inquisición, llamada por la Iglesia Católica como el Santo Oficio, pero no fue hasta el papado de Gregorio IX que esta se perfecciono. Su objetivo era perseguir a todos aquellos que a sus ojos eran considerados herejes los cuales al ser llevados a juicio y ser encontrados culpable, si no se retractaban de sus posturas eran condenados a la muerte y sus tierras eran confiscadas por el gobierno. Más tarde, la Inquisición fue el arma principal del intento papal de sofocar la Reforma. Se dice que en los 30 años, de 1540 a 1570, no menos de 900,000 protestantes fueron muertos en la guerra de exterminio del Papa contra los valdenses.

Con Bonifacio VIII (1294-1303), el papado inicia su extrema decadencia. En su célebre bula "Unam Sanctam", dijo, "Declaramos, afirmamos, definimos y pronunciamos que es de todo necesario para la salvación que toda criatura humana esté sujeta al Pontífice Romano".  Sin embargo era tan corrompido que Dante quien visitó a Roma durante su pontificado, llamó al Vaticano una "sentina de corrupción." y le asignó, juntamente con Nicolás III y Clemente V, a las partes más bajas del infierno. Bonifacio recibió el Papado en su cima; pero halló la horma de su zapato en Felipe el Hermoso, rey de Francia, a cuyos pies el Papado fue humillado hasta el polvo y comenzó su época de decadencia. Por muchos año más el periodo papal fue decayendo hasta llegar a Pío III (1503), el último papa antes de los inicios de la reforma.

EL APOGEO DE LA VIDA MONÁSTICA EN COMUNIDADES BAJO LA INFLUENCIA DE BENITO


“Tú, quienquiera que seas, que corres hacia la patria celestial, practica con la ayuda de Cristo esta pequeña Regla, y entonces llegarás, Dios mediante, a las más elevadas cumbres de la doctrina y la virtud”.
Benito de Nursia

                 No podemos dejar de estudiar este periodo de la iglesia cristiana sin dejar de mencionar el apogeo que la vida monástica tuvo debido a las reformas de un monje llamado Benito de  Nursia,  (480-547). Benito nació en la pequeña aldea italiana de Nursia, alrededor del año 480, en el seno de una familia aristócrata de Roma. Respecto a sus primeros años como monje Justo L. González dice: “Cuando tenía unos veinte años de edad, Benito se retiró a vivir solo en una cueva, donde se dedicó a un régimen de vida en extremo ascético. Allí llevó una lucha continua contra las tentaciones. Durante esta época, nos cuenta su biógrafo Gregorio el Grande, el futuro creador del monaquismo benedictino se sintió sobrecogido por una gran tentación carnal. Una hermosa mujer a quien había visto anteriormente se le presentó ante la imaginación con tal claridad que Benito no podía contener su pasión, y llegó a pensar en abandonar la vida monástica. Entonces, nos dice Gregorio: “recibió una repentina iluminación de lo alto, y recobró el sentido, y al ver una maleza de zarzas y ortigas se desnudó y se lanzó desnudo entre las espinas de las zarzas y el fuego de las ortigas. Después de estar allí dando vueltas mucho tiempo, salió todo llagado…  A partir de entonces… nunca volvió a ser tentado de igual modo”. Pronto la fama de Benito fue tal que un grupo numeroso de monjes se reunió alrededor suyo. Benito los organizó en grupos de doce monjes cada uno. Este fue su primer intento de organizar la vida monástica, aunque tuvo que ser interrumpido cuando algunas mujeres disolutas invadieron la región. Benito se retiró entonces con sus monjes a Montecasino, un lugar tan apartado que todavía quedaba allí un bosque sagrado, y los habitantes del lugar seguían ofreciendo sacrificios en un antiguo templo pagano. Lo primero que Benito hizo fue poner fin a todo esto talando el bosque y derribando el altar y el ídolo del templo”. Fue así como Benito organizo un monasterio de hombres en ese lugar, y con la ayuda de su hermana gemela Escolástica, organizo otro para mujeres, dando así un mayor impulso a la vida monástica en grupos. Quizás una de la contribuciones de mayor peso que Benito hizo fue la de establecer la Regla de San Benito o regla benedictina la cual es una regla monástica que escribió a principios del siglo VI destinada a regular la vida de los monje en el monasterio. Hasta ese momento la vida monástica era dura y hasta cierto punto inhumano enfocado prácticamente en la autoflagelación y tortura del cuerpo. Sin embargo, Benito estableció reglas más equilibradas que no abusaban de las limitaciones humanas donde por ejemplo aprobaba que a los monjes se les diera una almohada y cobertor para dormir, los horarios de trabajo y las debidas consideraciones de acuerdo a la edad o condición física de aquel a quien se le asignaba la tarea, las horas de estudio doctrinal, el recital de salmos y adoración, la dieta, y sobre todo la obediencia al abad (figura de autoridad entre los monjes). Justo L. González añade: “El abad, empero, no ha de ser un tirano, pues el mismo título de “abad” quiere decir “padre”. Como padre o pastor de las almas que se le han encomendado, el abad tendrá que rendir cuentas de ellas en el juicio final. Por ello su disciplina no ha de ser excesivamente severa, pues su propósito no es mostrar su poder, sino traer a los pecadores de nuevo al camino recto. Para gobernar el monasterio, el abad contará con “decanos”, y éstos serán los primeros en amonestar secretamente a los monjes que de algún modo incurran en falta. Si tras dos amonestaciones no se enmiendan, se les reprenderá delante de todos. Los que aún después de tales amonestaciones perseveren en sus faltas, serán excomulgados”.

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Benito de Nursia
Debido a lo práctico de sus reglas y las consideraciones a las limitaciones humanas, estas tuvieron gran éxito a tal punto que se retomaron en la mayoría de los futuros monasterios iniciando así una orden conocida como la orden benedictina. Durante toda su vida como monje, Benito fue altamente apreciado hasta el día de su muerte. Cuenta la tradición que Benito fue anunciado de alguna manera de su pronta muerte y seis días antes del fin, les pidió a sus discípulos que cavaran su tumba. Tan pronto como estuvo hecha fue atacado por la fiebre.  El 21 de marzo del año 543, durante las ceremonias del Jueves Santo, junto a sus monjes, murmuró unas pocas palabras de oración y murió de pie en la capilla, con las manos levantadas al cielo. Sus últimas palabras fueron: “Hay que tener un deseo inmenso de ir al cielo”. Fue enterrado junto a Escolástica, su hermana, en el sitio donde antes se levantaba el altar de Apolo, que él había destruido. Dos de sus monjes estaban lejos de allí orando, y de pronto vieron una luz esplendorosa que subía hacia los cielos y exclamaron: “Seguramente es nuestro Padre Benito, que ha volado a la eternidad”.  Era el momento preciso en el que moría el monje. Quizás una de sus mayores contribuciones a la iglesia, lejos de la idea errónea de encerrarse en un monasterio, fue la disciplina que inculco en las oraciones y lectura de la Biblia en un tiempo de tinieblas donde su lectura se había abandonado completamente, era un requisito para todos los mojes benedictinos el recitarla y memorizar pasajes, especialmente los Salmos, algo que influyo en futuros monjes como Martin Lutero que traerían luego la reforma sobre la iglesia del Señor.

LA EXTREMA DECADENCIA ESPIRITUAL DE ESTE PERIODO


“Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento. Por cuanto desechaste el conocimiento, yo te echaré del sacerdocio; y porque olvidaste la ley de tu Dios, también yo me olvidaré de tus hijos”.
Oseas 4:6

                   Definitivamente este periodo se caracterizó no solo por la decadencia espiritual que lo caracterizo sino por una serie de doctrinas heréticas que se introdujeron en medio de la iglesia. Aquella iglesia interesada en engrandecer el nombre de Cristo fue desapareciendo paulatinamente, hoy sus obispos amaban los títulos de poder y ya vimos como el papado llego a influir en esta manera de pesar. La falta de lectura de la palabra se fue creciendo cada día más, a tal punto que la superstición y herejías se introdujeron en el nombre de Dios engañando a miles de personas que creían fielmente a todas estas cosas. Aquí enmarca perfectamente aquel pasaje del profeta Oseas: “Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento. Por cuanto desechaste el conocimiento, yo te echaré del sacerdocio; y porque olvidaste la ley de tu Dios, también yo me olvidaré de tus hijos”, (Oseas 4:6). Al cerrarle al pueblo la puerta del evangelio, la Iglesia Católica comenzó a introducir una serie de creencias que lejos de ser bíblicas los arrastraban a la condenación eterna. Veamos en detalle estas doctrinas y practicas heréticas.

La Mariolatría


El amor y recuerdo respetuoso que se tuvo desde el principio a la madre de Jesús, empezó a degenerar en una superstición y culto idolátrico. Fue en el Concilio de Éfeso donde se le comenzó a llamar a María “Madre de Dios”, título que los nestoriano negaban afirmando que ella solo podría ser madre de la parte humana de Jesús. Al final la doctrina de Nestorio fue condenada y se fomentó el camino a la mariolatría. Un libro gnóstico del siglo tercero o cuarto, refiere la leyenda de la asunción de María, la cual, aunque popular, era tenida sólo como leyenda, y a nadie se le ocurría hacer de ella un hecho histórico. Pero los partidarios del culto a María empezaron a enseña que hubo tal ascensión corporal, y Gregorio de Tours, a fines del siglo sexto, escribió como sigue: “Cuando la bienaventurada María terminó su carrera en esta vida y fue llamada a salir de este mundo, todos los apóstoles, venidos de todas partes del mundo, estaban reunidos en su casa, y cuando oyeron que ella debía de partir, estaban velando con ella, y he aquí el Señor Jesús vino con sus ángeles, y tomando su alma, se la entregó a Miguel, el arcángel, y se fue. A la mañana los apóstoles tomaron el cuerpo con el lecho y lo colocaron en un sepulcro, y velaron, esperando que el Señor viniese. Y, he aquí, el Señor apareció por segunda vez y ordenó que fuese llevada en una nube al Paraíso, quien habiendo tomar de nuevo su alma, goza ahora de las bendiciones sin fin de la eternidad, regocijándose con su predilecto”. La primera vez que se oró a María fue en el siglo cuarto, y durante el siglo quinto la mariolatría estaba ya en todo su apogeo. La iglesia de Roma observa catorce fiestas que están dedicadas a María en todo el mundo; se la recuerda todos los sábados y se le dedica todo el mes de Mayo. Además de todo esto hay otras muchas fiestas en su honor de carácter local.
En ninguna parte de la Escritura se dice que se tribute culto a María, o se ordena que esto se haga. Los Magos adoraron al niño, pero no a María (Mateo 2:11). Al referirse juntamente a Jesús y a María, la Biblia siempre pone primero a Jesús (Mateo 2:11, 13, 14, 20-21). María misma declaró que era pecadora y necesitaba un Salvador (Lucas 1:46- 47). La última referencia que se hace a María se halla en Hechos 1:14.

Invocación de los Santos


La costumbre de invocar a los santos tuvo origen en la exagerada veneración de que eran objeto los mártires y otros héroes de la fe. Las iglesias empezaron dedicando ciertos días del año para recordar los sufrimientos que los tales habían soportado, y se daba gracias a Dios porque tales hombres habían militado entre los cristianos, mostrando así que la fe que profesaban puede crear energía y valor. Se exhortaba al pueblo a imitar sus virtudes y seguir sus huellas. Los discursos que se hacían en las iglesias, ensalzando con demasía a estos mártires, bajo el influjo de la hipérbole oratoria, fue creando la idea de que eran seres casi divinos; y pronto se estableció la costumbre de invocarlos como intercesores y mediadores, olvidándose la enseñanza de que Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres, según lo establece Pablo en su epístola a Timoteo.

La Eucaristía (Doctrina de la transubstanciación)


Hemos visto cómo la cena del Señor era el centro del culto cristiano, y así continúa siendo aún en este período de innovaciones y cambios, aunque ya pueden hallarse algunas ideas que cambian fundamentalmente el carácter de ésta ordenanza. Se empieza a creer en la presencia real, y los elementos no se miran como símbolos del cuerpo y sangre del Señor. En tiempos de Crisóstomo, vemos en sus obras, que aún no se conocía la costumbre de privar a los miembros de las iglesias de la participación del vino. La doctrina de la transubstanciación apareció, de hecho, por primera vez en el año 830, y aun entonces las ideas que se tenían acerca de ella eran muy vagas y diferían unas de otras. La palabra transubstanciación no se hizo de uso común sino hasta el año 830, y la doctrina siguió en disputa aun después de esa fecha. El Papa Inocencio III la promulgó en 1215, y fue declarada artículo de fe en 1551 por el Concilio de Trento, que anatematizó a cualquiera que la negara o pusiera en duda.

El Purgatorio


La idea de un fuego donde las almas tengan que purificarse después de la muerte, es ajena y contraria a las doctrinas del Nuevo Testamento, que enseñan que la sangre de Cristo nos limpia de todo pecado. El primer cristiano que menciona un fuego purificador es Orígenes, quien sostenía la doctrina de la salvación universal y restauración final de todas las cosas. Gregorio el Grande es el primero que habla del purgatorio como de doctrina cristiana. Pronto se añade a ella la idea de que las oraciones podían ayudar a los que estaban en este fuego. Esta innovación demuestra que había decaído la confianza en el valor infinito de los méritos de Cristo, que excluyen toda obra humana, y hacen inútil todo otro sacrificio. 

Templos e Imágenes


La riqueza siempre creciente de las iglesias, y los continuos donativos de príncipes y ofrendas de ricos y pobres, facilitaban la construcción de edificios artísticos destinados al culto, y cada vez se daba más importancia al lugar donde éste se celebraba. Las primeras estatuas y pinturas introducidas en estos edificios dieron lugar a muchas y largas controversias, aun cuando se destinaban sólo al ornato y a la instrucción del pueblo, y en ningún caso a la adoración o veneración. Pero en las comunidades que acababan de salir de la idolatría, estas representaciones no podían sino ser un tropiezo a los indoctos. Un obispo de Marsella, viendo que las imágenes conducían a la idolatría, mandó destruirlas, y cuando el caso llegó a oídos del papa Gregorio, éste le escribió diciendo que lo alababa por su celo contra la adoración de cosas hechas con manos, aunque no aprueba su conducta y sostiene que las imágenes son los libros de los ignorantes. “Si alguien quiere hacer imágenes —dice— no se lo impidas, pero por todos los medios impide el culto de las imágenes”. Justo L. Gonzalez nos comenta restpecto a esto: “En el año 754, el hijo de León, Constantino V, convocó un concilio que prohibió el uso de imágenes en el culto, y condenó a los que habían salido en defensa de ellas, especialmente al patriarca Germán de Constantinopla y al famoso teólogo Juan de Damasco. Así surgieron dos partidos, que recibieron los nombres de “iconoclastas” (destructores de imágenes) e “iconodulos” (adoradores de imágenes). Los argumentos de los iconoclastas se basaban en los pasajes bíblicos que prohíben la idolatría, particularmente Éxodo 20:4-5… La controversia continuó durante varios años. Aunque teóricamente los edictos imperiales eran válidos en todo el antiguo Imperio Romano, de hecho el Occidente nunca los aplicó, mientras que en el Oriente la iglesia se dividió. Por fin, cuando la regencia cayó sobre los hombros de la emperatriz Irene, ésta cambió la política imperial con respecto a las imágenes, y entre ella, el patriarca Tarasio de Constantinopla y el papa Adriano convocaron a un concilio. Esta asamblea tuvo lugar en Nicea en el año 787, y recibe el nombre de Séptimo Concilio Ecuménico. Este concilio restauró el uso de las imágenes en las iglesias, al mismo tiempo que estableció que no eran dignas de la adoración debida sólo a Dios (en griego, latría), sino de una adoración o veneración inferior (en griego, dulía)”. Estas pinturas fueron matando el verdadero carácter del culto cristiano, y llevando al pueblo a una nueva forma de paganismo. Las imágenes adquirieron gran valor ante los ojos de los adoradores, y pronto se llegó a confiar en ellas mismas y a creerlas milagrosas. La imaginación popular se encendía al oír los relatos de las maravillas que se les atribuían y la gente iba cada vez más depositando en ellas su confianza.

MAHOMA Y EL SURGIMIENTO DEL ISLAM


“Sera un hombre indómito como asno salvaje. Luchara contra todos, y todos lucharan contra él, y vivirá en conflicto con todos sus hermanos”.
Génesis 16:12 (NVI)

A principios del siglo VII parecía que Europa comenzaba a salir de la crisis que los barbaros habían provocado, todo apuntaba que el gobierno cristiano estaba estabilizándose ya que muchos se había cristianizado, pero de donde menos se esperaba, de tierras lejanas de palestina, comenzó a tomar fuerza una nueva amenaza que sacudiría a las naciones cristianas, las cuales amparándose en el Corán como su libro sagrado, decidieron emprender una serie de conquistas iniciando así la guerras santas. Bernardino Llorcanos dice en su Manual de Historia Eclesiástica: “Al mismo tiempo que se efectuaba el cambio fundamental europeo y el cristianismo se afianzaba definitivamente en los nuevos pueblo germánicos, surgió en el Oriente un nuevo enemigo, que constituyo luego durante largos siglos el mayor peligro de la cristiandad. Este enemigo era el Islam, fundado en Arabia por Mahoma, que arrebato rápidamente al Asia, África y Europa naciones enteros donde el cristianismo se hallaba sólidamente establecido”.

Mahoma.


Mahoma (569/570- 632) fue el profeta fundador de la religión islam. Su nombre completo en lengua árabe es Abu l-Qāsim Muḥammad ibn ʿAbd Allāh al-Hāšimī al-Qurayšī, el cual se translitera a nuestro idioma como Mahoma. Fue hijo de una familia prominente, su padre murió antes que él naciera y su madre murió cuando él tenía seis años, a partir de allí su crianza estuvo a cargo de tío. Lamentablemente una los negocio no fueron tan buenos y Mahoma termino como un humilde pastor. Con el tiempo se unió al comercio de las caravanas, y su éxito fue tal que la viuda rica Cadija lo puso al frente de sus negocios, y tiempo después, Cadija y Mahoma contrajeron matrimonio. Mientras vivió, Cadija fue el consejero y auxiliar más cercano con que contó Mahoma. En todo este tiempo Mahoma vivió como una personal común y corriente sin saber que su influencia cambiaría el mundo. Justo L. González nos dice cómo fue que la vida de Mahoma dio un giro inesperado: “Alrededor del año 610, cuando contaba unos cuarenta años, comenzó la carrera religiosa del Profeta. Este había acostumbrado retirarse de vez en cuando a un lugar apartado, para orar y meditar. Por esa época, había tenido ya amplios contactos con el judaísmo y con el cristianismo, pues en Arabia había buen número de judíos, y había también cristianos de diversas sectas. Algunas de estas sectas habían perdido todo contacto con el resto de la iglesia siglos antes, y por tanto sus doctrinas habían evolucionado por caminos a veces extraños. En todo caso, según cuenta la leyenda musulmana, Mahoma se encontraba en una montaña cerca de Meca cuando se le apareció el ángel Gabriel y le ordenó que proclamara el mensaje del único Dios verdadero”. Aunque con dificultades y duda, Mahoma pronto comenzó a proclamar el mensaje que había recibido del ángel al estilo de los profetas del Antiguo Testamento asegurando que su mensaje era una continuación de estos y de Jesús a quien no lo considero divino, pero si un profeta. Su mensaje de un único Dios choco con las religiones politeístas de Arabia, especialmente con los intereses de los líderes árabes de la Meca. Debido al conflicto que surgió, en el año 622, Mahoma se vio obligado a retirarse a un lugar aislado cercano a un oasis donde estaba una población que después recibió el nombre de Medina. Es a partir de esa fecha que los musulmanes cuentan los años. Fue allí donde por primera vez se estableció una comunidad mahometana, en la que el culto y la vida civil y política siguieron las normas trazadas por el Profeta. Con forme los años pasaba las luchas entre ambas facciones se dieron imponiéndose el Islam hasta controlar toda Arabia.

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Mahoma y el ángel Gabriel

El Avance del Islam.


                A la muerte de Mahoma el liderazgo de los musulmanes cayó en los califas (del árabe califat, que quiere decir “sucesor”). Fue a través de ellos que los árabes comenzaron a invadir nuevos territorios que en aquel entonces se encontraban bajo el dominio cristiano. Así las ciudades de Siria, Damasco, Cesarea, Gaza, todo el imperio Persa, Egipto, donde fundaron el Cairo, la isla de Chipre, el norte de África, muchas partes de España y Francia, y hasta la misma Jerusalén llegaron a caer bajo su dominio. Justo L. González dice: “Cien años mediaron entre la muerte de Mahoma y la batalla de Poitiers. Fueron cien años que cambiaron la faz del Mediterráneo, y tendrían profundas implicaciones para el futuro de la región y de la iglesia. Hasta entonces, a pesar de las invasiones de los bárbaros, el Mediterráneo había sido un lago romano. Es cierto que durante algún tiempo los vándalos dominaron la navegación en la región al oeste de Italia. Pero ese dominio fue breve, y en todo caso nunca llegó a interrumpir la navegación y el comercio entre Egipto y Siria, por una parte, y Constantinopla e Italia, por otra. Ahora los musulmanes se habían adueñado de toda la costa del Mediterráneo, desde Antioquía, junto al Asia Menor, hasta Narbona en el sur de Francia, y por tanto el comercio marítimo cristiano quedó limitado a la porción nordeste del Mediterráneo (los mares Egeo y Adriático), y el Mar Negro”.

Islam
Avance del Islam por Europa

CARLOMAGNO


“Cuando Carlomagno fue coronado emperador por el Papa, casi toda la cristiandad occidental formaba parte de su imperio, fuera del cual quedaban sólo las Islas Británicas y los rincones de España hacia donde se habían replegado los cristianos tras las invasiones musulmanas”.
Justo L. González

               Al morir Pepino, rey de Francia, en el año 768, sus dominios quedaron divididos entre sus dos hijos: Carlos y Carlomán. Dos años después falleció este último y Carlos fue proclamado único monarca del país. Hombre de grandes ideas, pensó en extender sus dominios y mejorar las tristes condiciones de sus súbditos. Sus guerras fueron contra los lombardos, los sajones y los árabes de España. Carlomagno se había casado con la hija del rey de los lombardos; pero como este matrimonio desagradó al papa, la repudió y se casó con otra y desde entonces sus relaciones con el ofendido suegro quedaron rotas. Animado por el papa, Carlomagno pasó los Alpes, y al frente de un poderoso ejército, penetró en Italia y llevó cautivo a Francia al rey de los lombardos, quedando así dueño de toda la Italia del Norte. Carlomagno aspiraba a restaurar el antiguo esplendor y grandeza del Imperio Romano, unificándolo sobre la base de la religión cristiana, a la manera que él y el papa la entendían. Para lograr este fin, uno de sus grandes afanes fue el de conquistar a los sajones de Alemania, haciéndolos entrar a formar parte de su reino, e imponiéndoles el bautismo como sello de la nueva religión. Tuvo que luchar con un pueblo guerrero y amante de la libertad, que constantemente se sublevaba no bien sus conquistadores estaban luchando en otra parte. Pero las armas de Carlomagno lograron por fin dominarlos y por la fuerza hacerles aceptar el cristianismo, obligándolos bajo pena de muerte a recibir el bautismo, a observar los ritos de la iglesia papal y a pagar a ésta los diezmos. Para conseguir esto tuvo que hacer derramar mucha sangre, y en una ocasión mandar asesinar a cuatro mil quinientos prisioneros sajones que no querían conformarse a sus designios, y expatriar a diez mil familias, quitándoles los bienes, parte de los cuales dio a la iglesia. Estos actos de imposición y crueldad demuestran cuan poco sabía de la esencia de la religión cristiana, este hombre a quien la iglesia de Roma ha canonizado, y cuan desastrosa es la cooperación del poder civil en la obra de propagar creencias religiosas. En las guerras que emprendió contra los árabes que dominaban en España, no tuvo éxito, viéndose obligado a retroceder ante la fuerza que oponían sus enemigos. Entró en Roma con el fin de liberar al Papa, que había sido hecho prisionero y que estaba encerrado en un convento, y el año 800, el día de Navidad, fue coronado en la basílica de San Pedro, y proclamado emperador de Occidente, estando comprendidos en sus dominios los territorios que actualmente forman Francia, Bélgica, Holanda, Suiza, la mayor parte de Alemania, de Austria e Italia y porciones de Turquía y España.

carlomagno
Carlomagno

Carlomagno no fue negligente en lo que se refiere al progreso y desarrollo de sus súbditos. Era gran admirador de las artes y de las letras, e hizo todo lo que estaba de su parte para lograr su desenvolvimiento. Fundó muchas escuelas, universidades y bibliotecas, se esforzó en dar al clero mayor grado de instrucción, se rodeó de los pocos sabios que había en sus días, y él mismo recibía lecciones. Su palacio era una verdadera academia. Su celo por el pontificado fue ciego y ninguno como él contribuyó a afianzarlo. Las donaciones de territorio hechas por Pepino a la sede de Roma, fueron aumentadas por él, con lo cual tomó incremento el poder temporal de los papas. Hizo obligatorio el pago de los diezmos a la Iglesia. Carlomagno murió en el año 814, en Aix-la-Chapelle, su habitual residencia, a la edad de setenta y dos años, después de haber reinado cuarenta y seis.

LAS CRUZADAS


“No a nosotros señor, no a nosotros, sino para la gloria de tu nombre (Non nobis Domine non nobis sed Nomini Tuo da gloriam)”.
Lema de la orden de los templarios

                  Otro de los movimientos históricos que resalta en la historia de la iglesia de la Edad Media fueron las cruzadas. Las Cruzadas fueron una serie de campañas militares impulsadas por el papa y llevadas a cabo por gran parte de la Europa latina cristiana, principalmente por la Francia de los Capetos y el Imperio Romano con el objetivo específico inicial de restablecer el control cristiano sobre Tierra Santa la cual se encontraba bajo el dominio del islam. Estas batallas se libraron durante un período de casi doscientos años, entre 1095 y 1291. El origen de la palabra cruzada se remonta a la cruz hecha de tela y usada como insignia en la ropa exterior de los que tomaron parte en esas iniciativas. Gregorio VII fue uno de los papas que más abiertamente apoyó la cruzada contra el islam en la península ibérica pero no fue hasta el papa Urbano II que esta práctica se impulsó hasta organizar la primera cruzada contra los musulmanes en 1095 d.C.  Estas cruzadas de reconquista de Tierra Santa fueron bendecidas y, a menudo invocadas por el papado romano y motivado por una sensación de que era eminentemente religioso desalojar de la tierra donde nació, predicó y murió Jesucristo a la ocupación musulmana.  Uno de los papas de este periodo llego al colmo de afirmar que todos aquellos que participaran en las cruzadas serian perdonados sus pecados: “Lo digo a los presentes. Ordeno que se les diga a los ausentes. Cristo lo manda. A todos los que allá vayan y pierdan la vida, ya sea en el camino o en el mar, ya en la lucha contra los paganos, se les concederá el perdón inmediato de sus pecados. Esto lo concedo a todos los que han de marchar, en virtud del gran don que Dios me ha dado”. Sin embargo, en realidad las Cruzadas tenían motivos eminentemente políticos y económicos dentro de un mundo feudal de la Edad Media europea y bizantina, y como un fin práctico, la defensa de los cristianos en Tierra Santa contra los musulmanes. Sin embargo, no se puede decir que las primeras ocho cruzadas fueron un éxito.  Jesse Lyman Hurlbut nos dice por qué: “Las cruzadas fracasaron en libertar Tierra Santa del dominio de los musulmanes. Si miramos en retrospectiva ese período, pronto podremos ver las causas de su fracaso. Se notará un hecho en la historia de cada cruzada: los reyes y príncipes que conducían el movimiento estaban siempre en discordia. A cada jefe le preocupaba más sus propios intereses que la causa común. Todos se envidiaban entre sí y temían que el éxito pudiese promover la influencia o fama de su rival. En contra del esfuerzo dividido y a medias de las cruzadas estaba un pueblo unido, valiente. Una raza siempre intrépida en la guerra y bajo el dominio absoluto de un comandante, ya fuese califa o sultán. Una causa más grave del fracaso fue la falta de un estadista entre estos jefes. No poseían una visión amplia y trascendente. Todo lo que buscaban eran resultados inmediatos. No comprendían que para fundar y mantener un reino en Palestina, a mil millas de sus propios países, se requería una comunicación constante con la Europa Occidental, una fuerte base de provisión y refuerzo continuo”.

cruzadas
Cruzadas

                Aunque los objetivos de las cruzadas de echar al Islam de toda Europa y recuperar Jerusalén habían fracasado, esta trajo grandes cambios al mundo de su tiempo. El comercio se fortaleció en gran manera ya que dio la apertura de nuevas rutas para el comercio mercantil entre Occidente y Oriente favoreciendo el surgimiento y auge de las ciudades mercantiles italianas del Mar Mediterráneo, como las ciudades de: Génova, Venecia, Florencia, Pisa, etc. Estas ciudades reemplazaron en el comercio mediterráneo al imperio Bizantino (imperio Romano de Oriente), que se encontraba envuelta en guerras con los musulmanes. Este auge comercial favoreció también el uso de dinero metálico, como el oro, entre pueblos del medio oriente y de occidente, como ejemplo de este auge comercial, las monedas de florencia "el florin" y de venecia "el ducado" fue de aceptación internacional. También el poder del papado fue decayendo en toda Europa fortaleciendo el poder del gobierno en Francia, Inglaterra, Portugal, Alemania, España, sin embargo esto no permitió que se crearan ordenes de caballeros destinados a defender a través de las armas los intereses de la Iglesia Católica como por ejemplo los templarios, los hospitalarios, Orden de los Caballeros Teutones, etc. Mientras que los reyes y príncipes que dirigían las cruzadas se dividían y peleaban entre ellos, los pueblos musulmanes que antes reñían entre si se unieron más bajo el mando de Saladino. En general, Europa se benefició de la cultura musulmana y bizantina, los cuales eran portadores de los conocimientos de la antigua Grecia, y el feudalismo se debilito grandemente hasta ser desplazado por la comunidades burguesas que se dedicaron al comercio. 

LA ANTORCHA DEL EVANGELIO EN MEDIO DE ESTAS TINIEBLAS


“Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron”.
1 Reyes 19:18

                     Aun en medio de todas estas tiniebla, donde la idolatría a los santos y supersticiones habían tomado el lugar de la Santa Escritura, donde el papado había contaminado todo con su terrible corrupción, donde el Islam y las cruzadas llenaban de sangre a toda Europa, la antorcha del verdadero evangelio no se apagó.  Como se lo dijo Dios a Elías cuando pensaba que todo Israel había sucumbido a la idolatría de Baal y Asera, todavía en esta época el Señor reservo hombres que honraron su nombre: Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron. Veamos los más destacados de este periodo.

Claudio de Turín.


Nació en España y fue discípulo de Félix, el famoso obispo de Urgel, quien lo inició en el estudio del Nuevo Testamento y le enseñó a odiar la idolatría y superstición reinante, contra la cual luchaba Félix. De ambos lados de los Pirineos fue conocida la erudición de Claudio, lo mismo que su piedad ardiente, y algunos que deseaban ver cosas mejores en el cristianismo, influyeron para que se le nombrase obispo de Turín, sabiendo que era uno de los pocos hombres resueltos a poner un dique al horrible avance de la mentira que fomentaban las órdenes monásticas. Claudio rechazaba las tradiciones que no estaban de acuerdo con el evangelio, y entre otras cosas las oraciones por los muertos, el culto de la cruz y de las imágenes, y la invocación de los santos. “Yo no establezco una nueva secta —escribía al abate Teodomiro— sino que predico la verdad pura, y tanto como me es posible, reprimo, combato y destruyo las sectas, los cismas, las supersticiones y las herejías; lo que nunca dejaré de hacer con la ayuda de Dios. Constreñido a aceptar el episcopado, he venido a Turín donde encontré las iglesias llenas de abominaciones e imágenes, y porque empecé a destruir lo que todo el mundo adoraba, todo el mundo se ha puesto a hablar en mi contra. Dicen: no creemos que haya algo de divino en la imagen que adoramos, no la reverenciamos sino en honor de aquella persona que representa, y contesto: si los que han abandonado el culto de los demonios honran las imágenes de los santos, no han dejado los ídolos, sólo han cambiado los nombres. Si hubiese que adorar a los hombres, sería mejor adorarlos vivos, mientras son la imagen de Dios, y no después de muertos cuando se parecen a piedras; y si no es lícito adorar las obras de Dios, menos se deben adorar las de los hombres”.

Combatiendo la adoración de la cruz, dicen en otro lugar: “Si tenemos que adorar la cruz porque Jesucristo estuvo clavado en ella, debemos adorar muchas otras cosas. Que adoren los pesebres, porque Jesucristo al nacer fue puesto en un pesebre; que adoren los pañales, porque Jesucristo fue envuelto en pañales; que adoren los barcos, porque Jesucristo enseñaba desde un barco”. Las peregrinaciones a Roma y la confianza de la gente en la protección papal levantaban las vivas protestas de Claudio, como puede verse en este párrafo: “Volved a la razón, miserables transgresores; ¿por qué os habéis dado vuelta de la verdad? ¿Por qué crucificáis de nuevo al hijo de Dios, exponiéndolo a la ignominia? ¿Por qué perdéis las almas haciéndolas compañeras de los demonios al alejarlas del Creador, por el horrible sacrilegio de vuestras imágenes y representaciones, precipitándolas en una eterna condenación? Sé bien que entienden mal este pasaje del Evangelio: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y yo te daré las llaves del reino de los cielos". Es apoyándose locamente sobre esta palabra que una multitud ignorante, estúpida y destituida de toda inteligencia espiritual, acude a Roma con la esperanza de obtener la vida eterna. Ciegos, volved a la luz, volved a Aquel que alumbra a todo hombre que viene a este mundo; vosotros aunque seáis numerosos, estáis caminando en las tinieblas, y no sabéis a donde vais, porque las tinieblas han segado vuestros ojos. Si tenemos que creer a Dios cuando promete, mucho más cuando jura y dice: Si Noé, Daniel y Job, estuviesen en este país, no salvarían ni hijo ni hija; pero ellos por su justicia salvarían sus almas, es decir, si los santos que invocáis, fuesen tan santos y justos como Noé, Daniel y Job, ni aun así salvarían hijo ni hija. Y Dios así lo declara, para que nadie ponga su confianza en los méritos o intercesiones de los santos. ¿Comprendéis esto, pueblo sin inteligencia? ¿Seréis sabios una vez, vosotros que corréis a Roma buscando la intercesión de un apóstol?”.

La actividad literaria de Claudio fue grande. En el año 814 publicó tres libros comentando el Génesis; en 815, cuatro sobre el Éxodo; y en 828, sus explicaciones sobre el Levítico. Publicó también comentarios sobre las Epístolas de San Pablo. Estos escritos, junto con sus discursos y sus visitas pastorales, contribuyeron, sin duda, a mantener intacto el sistema de doctrina evangélica en los valles del Piamonte. Claudio murió en Turín en el año 839, sin ser excomulgado ni destituido de su puesto, gracias a la protección del emperador. “Las doctrinas evangélicas de Claudio —dice Moisés Droin— no desaparecieron con él; la herencia fue recogida por humildes discípulos de la Palabra de Dios, y particularmente por los valdenses, los cataros y los pobres de Lyon, que se esparcieron en las diferentes provincias de la península española”.

Los paulicianos.


En medio de la corrupción que caracterizó a este período no faltaron testigos de la verdad, que mantuvieron con relativa pureza las doctrinas y costumbres del Nuevo Testamento. La antorcha del evangelio no fue nunca completamente extinguida y entre los que la hicieron brillar en estos días verdaderamente tenebrosos, merecen ser mencionados los paulicianos. Las iglesias sometidas a Roma, tuvieron que escuchar la viva protesta por ellos levantada y el testimonio fiel que supieron dar con su palabra y su vida, en medio de incesantes y crueles persecuciones, fue un sonido confortante que se dejó oír, durante dos siglos, en todos los países cristianizados del Oriente. El movimiento tuvo su origen en un pequeño pueblo cercano a Somosata, a mediados del siglo VII. Un hombre llamado Constantino, dio un día hospitalidad a cierto cristiano que había logrado escaparse de las manos de los musulmanes. Al partir, en señal de gratitud, regaló a su buen hospedador, un ejemplar del Nuevo Testamento, escrito en su lengua original. Constantino, aunque hombre muy instruido y estudioso, nunca había escudriñado debidamente este libro, cuya lectura, se decía, era sólo para los eclesiásticos. Se puso a leerlo con verdadero interés, y su lectura le era cada vez más atractiva. “Investigaba el credo de la cristiandad primitiva —dice Gibbon— y cualquiera que haya sido el resultado, un lector protestante aplaudirá el espíritu de investigación”. Tomó un interés especial en las Epístolas de San Pablo y el contraste que señala el apóstol entre la ley y la gracia y la carne y el espíritu, fueron la base de un sistema de Teología que empezó a formarse en su mente. Constantino no quiso poner la luz debajo del almud, sino que lo que él iba aprendiendo, lo comunicaba luego a otros. Se puso a viajar, enseñando por todos los lugares y pronto se vio rodeado de un crecido número de adherentes, que al convertirse y bautizarse, se constituían en iglesias.

El nombre de paulicianos les fue dado probablemente, a causa del alto aprecio que hacían de los escritos de Pablo y de su constante esfuerzo por imitar a las iglesias fundadas por este apóstol. Los pastores asumían el nombre de alguno de los colaboradores de Pablo, y así Constantino se llamó Silvano, otros tomaron el nombre de Timoteo, Tito, Epafrodito, etcétera. Es difícil decir cuáles eran las creencias de estas agrupaciones, debido a que casi todo lo que sus contemporáneos han dicho de ellos, fue escrito por sus peores enemigos, directamente interesados en desacreditarlos. Los que les atribuyen ideas maniqueas han caído en un error evidente. El descubrimiento reciente de un importante manuscrito titulado La Llave de la Verdad hallado y traducido por el sabio F. C. Conybeare (1898) ha venido a arrojar mucha luz sobre las doctrinas predicadas por Constantino y sus hermanos espirituales, de donde resulta que aceptaba el Nuevo Testamento como única regla de fe, aun cuando en materia de interpretación, sin duda, no podrían satisfacer las exigencias de los cristianos de nuestros días. Rechazaban el bautismo infantil, la perpetua virginidad de María, el culto de las imágenes, la invocación de los santos y muchas prácticas que habían triunfado en aquel entonces. En el gobierno de sus iglesias rechazaban todas las pretensiones clericales y sus pastores y evangelistas eran simples miembros del rebaño a quienes Dios había dado los dones necesarios para desempeñar la obra. El historiador Gibbon, dice acerca de ellos: “Los maestros paulicianos se distinguían sólo por sus nombres bíblicos, por su título modesto de compañeros de peregrinación, por la austeridad de su vida, por el celo, saber y reconocimiento de algún don extraordinario del Espíritu Santo. Pero eran incapaces de desear, o por lo menos de obtener, las riquezas y honores del clero católico. Combatían fuertemente el espíritu anticristiano”. El crecimiento de los paulicianos alarmó a los partidarios de la religión oficial y el emperador Constantino Pogonato mandó tomar enérgicas medidas contra ellos. Las escenas de crueldad que fueron vistas durante las persecuciones paganas, se repitieron bajo un gobierno que pretendía haber abrazado el cristianismo. El fanático Pedro Siculo aprueba estos actos y alababa a los perseguidores diciendo: “A sus hechos excelentes, los emperadores divinos y ortodoxos añadieron la virtud de mandar que fuesen castigados con la muerte, y que donde quiera que se hallasen sus libros, fuesen arrojados a las llamas, y que si alguna persona los escondía, fuese muerta y sus bienes confiscados”. Un oficial del estado llamado Simeón, fue encargado de suprimir la llamada herejía. Dirigió sus ataques contra el director prominente del movimiento que era Constantino. Lo colocó frente a una larga línea de sus hermanos en Cristo, y ordenó a éstos que como señal de arrepentimiento y sumisión a la ortodoxia arrojasen piedras sobre él. Todos rehusaron cometer semejante acción, menos uno llamado Justo, quien mató al fiel pastor cuya palabra había escuchado tantas veces y este mismo traidor contribuyó a que otros pastores cayesen en poder de los perseguidores y que sufriesen la tortura y la muerte. Pero el fervor demostrado por los paulicianos impresionó de tal modo al perseguidor Simeón, que renunciando a su sanguinaria misión y, como un nuevo Pablo, se convirtió a la causa que perseguía y se unió a ellos para continuar la obra que había hecho Constantino. No tardó en tener que morir él también por el nombre del Señor. Durante ciento cincuenta años, estas iglesias no cesaron de ser perseguidas y de sufrir toda clase de ultrajes y vejaciones. No existen relatos fidedignos sobre la manera como morían estas nobles víctimas de la intolerancia. Su vida era tan ejemplar que sus mismos enemigos se ven forzados a reconocerlos como modelos de virtud cristiana.

Disfrutaron, de tiempo en tiempo, de algunos cortos períodos de relativa paz, que fueron bien aprovechados en edificar las iglesias desoladas y extender el conocimiento de la verdad entre los que vivían sumergidos en la superstición e idolatría. Pero bajo la emperatriz Teodora, a principios del siglo noveno, la persecución recrudeció. Esta mandó emisarios por todas las partes del Asia Menor, con órdenes terminantes de suprimir el movimiento y los mismos ortodoxos se jactan de haber hecho morir a cien mil paulicianos por medio de la espada y del fuego.

Los valdenses y albigenses.


Durante la Edad Media, y especialmente en los siglos XII y XIII, hallamos un importante movimiento evangélico que se extiende por Francia, Italia, España y otros países de Europa. Lo componían numerosas comunidades de cristianos que, separándose de la iglesia papal, se esforzaban por restaurar el cristianismo puramente evangélico, y luchaban heroicamente por la fe que fue dada una vez a los santos. Eran generalmente conocidos bajo la denominación de valdenses y albigenses, y a éstos hay que saber distinguir de las sectas que profesaban las doctrinas de los maniqueos, y que por lo tanto no pueden ser clasificadas entre los elementos que representaban el simple y primitivo cristianismo. Muchos historiadores, de quienes tendríamos motivos de esperar mayor exactitud, no han sabido hacer diferencia entre sectas y sectas, y hacen aparecer a los valdenses y albigenses profesando creencias que nunca profesaron. El origen de este movimiento está bastante envuelto en el misterio que rodea a todos los problemas históricos de aquella época. No ha faltado quien ha creído que los valdenses remontaban a los tiempos apostólicos, pero esta teoría es hoy desechada por falta de documentos en qué apoyarla. Se ha preguntado dónde nació el movimiento, y quién fue el originador del mismo. Los estudios serios que han ocupado la actividad indagadora de buenos escritores llevan a la conclusión de que el movimiento no tuvo origen en un solo país ni es fruto de los trabajos de un solo hombre. Así como la Reforma, en el siglo XVI, se levantó simultáneamente en Francia, Alemania, Suiza, etc.; y tuvo por instrumentos a Farel, Lutero, Zwinglio, etc., obrando independientemente unos de otros, bajo el impulso del mismo deseo de Reforma, así también el movimiento valdense nació simultáneamente en varios países, bajo la acción de diferentes hombres. Entre éstos figuran principalmente Pedro de Bruys, en Tolosa, en el año 1109; Enrique de Quny, en Mans, en el año 1116; Amoldo de Brescia, en Italia, en el año 1135; y Pedro Valdo, en Lyon, en el año 1173. En espíritu, el movimiento era el mismo en todas partes, y cuando sus adherentes, huyendo de la persecución, llegaban a otro país, encontraban hermanos que los recibían con los brazos abiertos.

El nombre de valdense aparece por primera vez —sostiene el historiador valdense Gay— en el año 1180, en el informe sobre una discusión que tuvo lugar en Narbona, escrito por Bernardo de Fontcaud, titulado Contra Vallenses et Árlanos. La forma primitiva de este nombre, "vallenses", excluye la idea de que pueda derivar de Pedro Valdo, y hace más bien suponer que su inventor lo haya hecho derivar de Vallis, nombre latino de Lavaur, fortaleza de los evangélicos en aquel tiempo, de donde habían venido a Narbona, los que tomaron parte en la discusión. Gay, sin embargo, se inclina a creer que si el nombre vállense, se convirtió en valúense, fue debido no sólo a la evolución fonética, sino como un homenaje a Pedro Valdo, el personaje más importante de la comunidad. Procuremos ahora bosquejar la vida y trabajos de los hombres más sobresalientes del inmenso movimiento.

PEDRO DE BRUYS

A fines del siglo XI y a principios del XII, aparece este intrépido y vehemente misionero, que dirigía a los que se unían bajo el estandarte del evangelio para protestar y luchar contra los errores del papismo. Era cura en una pequeña parroquia de los Alpes, en Francia, y de ahí se dirigió a otras parroquias, aldeas y ciudades predicando en forma tal, que llenaba de asombro a todos los que le oían. Rechazaba la autoridad de la iglesia y de los padres, no reconociendo como obligatorias más doctrinas y costumbres que las que podían demostrarse con la Biblia. Se oponía con energía al bautismo de los párvulos, sosteniendo que no era bautismo lo que se recibía antes de tener la fe personal qué sólo puede darle significación, y por consiguiente aquellas personas que se unían al movimiento que representaba, eran bautizadas sin tener en cuenta si habían recibido el bautismo en la niñez. Dice Neander: “Los seguidores de Pedro de Bruys, rehusaban ser llamados anabaptistas, un nombre que les era dado por la razón mencionada: porque el único bautismo, decían, que podían mirar como verdadero, era un bautismo unido al conocimiento y a la fe”. Atacaba la misa y la transustanciación, sosteniendo que el sacrificio de Cristo no puede repetirse, y que esta doctrina tiene por objeto mantener el predominio sacerdotal sobre el pueblo. “No creáis —decía— a esos falsos guías, obispos y sacerdotes; porque os engañan, como en otras cosas también, en el servicio del altar, cuando falsamente pretenden que hacen el cuerpo de Cristo y lo presentan a vosotros para la salvación de vuestras almas”. Luchaba contra toda forma de idolatría, y mayormente contra la adoración de la cruz, a la que llamaba leño maldito instrumento del suplicio del Hijo de Dios, que se debe destruir en todas partes donde uno lo vea. En su oposición a esta forma exterior de manifestar los sentimientos religiosos, los petrobrusianos llegaban a extremos que en nada favorecían la buena causa que defendían. Los que veían el desprecio que hacían de la cruz, no siempre tenían preparación suficiente para comprender que aquel acto no implicaba el rechazo de la obra redentora del Calvario. Un viernes santo juntaron todas las cruces que pudieron hallar, y las quemaron delante de una multitud. Con seguridad que esta protesta contra la superstición de que era objeto la cruz, no pudo ser entendida por los que presenciaron el acto, y sus autores habrán sido tenidos por sacrílegos detestables.

Pedía la demolición de todos los edificios dedicados al culto público. Conviene recordar que los templos levantados por el romanismo en esta época de grosera superstición, eran tenidos no como simples edificios construidos para la comodidad de congregarse, sino como santuarios, a los que se acudía en busca de gracias que se suponía no podían hallarse en otra parte. Pedro de Bruys enseñaba que las bendiciones divinas no están ligadas a un determinado lugar de cultos, que la oración sincera es tan eficaz en un taller o en un mercado como en un templo, y que es tan agradable a Dios si sube desde un altar como de un pesebre. Al atacar la magnificencia de los templos atacaba también la pompa de las ceremonias, el canto en lengua desconocida y la música teatral. Enseñaba que la Iglesia debe componerse de personas regeneradas que puedan vivir de acuerdo con la profesión de fe que hacen. No reconocía como iglesias a esas agrupaciones de personas que llevan el nombre de Cristo pero que no conocen la eficacia de una vida pura y santa. Nadie debe pretender ser miembro de una iglesia a menos de ser un verdadero creyente que vive piadosamente y testifica con su conducta en favor del poder regenerador del evangelio. Por no encontrarlo en el Nuevo Testamento, combatía el culto a los muertos, lo mismo que las oraciones, ayunos y ofrendas por los mismos, sosteniendo que todo depende de la conducta del hombre durante su vida; esto es lo que decide sobre su destino futuro. Nada que se haga por él después de su muerte puede serle de beneficio. Las doctrinas de Pedro de Bruys, a la base de las cuales estaba el evangelio y el rechazo de toda tradición humana, han sido resumidos en estos cinco puntos:

1.       El bautismo administrado solamente a los adultos creyentes. Bautizaba a los católicos cuando se convertían.
2.       Acerca de la eucaristía negaba absolutamente que el sacerdote o cualquier otra persona pudiese cambiar la hostia en cuerpo de Cristo.
3.       Los sufragios, oraciones, limosnas, etc., por los muertos, los rechazaba como de ningún valor.
4.       Era contrario a la erección de templos, diciendo que la Iglesia se componía de "piedras vivas", es decir de fieles que procuran hacer la voluntad de Dios.
5.       La cruz, instrumento de tortura, en la que Cristo murió, no debe ser adorada, ni venerada, sino detestada, rota y quemada.

Durante veinte años, este infatigable soldado de la verdad, no cesó de predicar viajando por todas partes de la Francia Meridional. Un día llegó a San Giles, cerca de Nimes, asiento de un rico convento de frailes. Sin temor a las consecuencias se puso a reunir cruces y con ellas levantó una hoguera. La multitud enfurecida se apoderó de él y lo hizo morir, siendo quemado vivo, probablemente en el año 1124. Así terminó gloriosamente su carrera terrenal, este hombre que no supo lo que era temor, y quien en días de espantosas tinieblas y tempestades mantuvo encendido el faro del evangelio para conducir las almas al puerto de segura salvación.

ENRIQUE DE CLUNY O ENRIQUE DE LAUSANA.

 Se cree que este apóstol evangélico de la Edad Media era oriundo de Italia, probablemente de los valles del Piamonte. Se le conoce en la historia bajo el nombre de Enrique de Lausana, por haber principiado su obra en esta ciudad de la Suiza, en el año 1116, y también es llamado Enrique de Cluny, porque fue monje de esta ciudad. La vida monacal que abrazó en su juventud no tardó en llenarle de disgusto, al ver el enorme contraste que ofrecía con la actividad apostólica, y no pudiendo conformarse a la inactividad corruptora, arrojó de sí su manto de benedictino para consagrarse a la obra misionera, yendo de ciudad en ciudad para sembrar la palabra de la verdad evangélica. Los datos que poseemos acerca de su persona y obra, lo hallamos en los escritos de sus adversarios, de modo que es difícil formarse una idea correcta de su carácter; pero bastan para saber que era uno de aquellos hombres que guiados por la lectura del Nuevo Testamento, procuraban predicar las doctrinas del cristianismo primitivo, atacando con energía las creencias y ceremonias del papismo. Dice Neander: “Derivó su conocimiento de las verdades de la fe, del Nuevo Testamento más que de los escritos de los padres y teólogos de su tiempo. El ideal de los trabajos apostólicos lo estimulaba, y se esforzaba por imitarlos. Su corazón estaba inflamado de un vivo celo de amor que lo interesaba en las necesidades religiosas del pueblo, que se encontraba completamente descuidado o extraviado por un clero nada digno”. Era hombre modestísimo y piadoso, a tal punto que sus mismos enemigos se veían obligados a reconocerlo así, temían más a la influencia de su vida santa que a las doctrinas que predicaba. Durante unos diez años recorrió varias provincias predicando con éxito extraordinario. En todas partes acudían multitudes a escucharle, no sólo por oír su elocuencia ardiente, sino para recibir luz y consuelo espiritual. Predicaba abiertamente contra la depravación del clero y también contra las costumbres licenciosas del pueblo, sin tener en cuenta a ninguna clase de la sociedad. Sus auditorios estaban compuestos de hombres y mujeres de todas las condiciones, y era tal el poder espiritual que acompañaba a sus sermones llamando a la gente al arrepentimiento que en todas partes muchos resolvían dar las espaldas al mundo corrompido para empezar una vida nueva de acuerdo con los sanos preceptos del evangelio. Acompañado de dos predicadores italianos, caminaba descalzo en todas las estaciones del año, llevando un bastón en forma de cruz. Llegó a Mans y consiguió que el obispo Hildetaert le permitiese predicar en los templos. Sus sermones produjeron una impresión profunda. Las multitudes acudían a escucharle. El clero se sintió ofendido ante los dardos que lanzaba Enrique, y el mismo obispo que lo había recibido afablemente se le puso en contra. Empezaron a desacreditarlo ante el pueblo, diciendo que era un lobo vestido de oveja, y que bajo el manto de santidad ocultaba una refinada hipocresía. Pero Enrique les respondía con argumentos más eficaces, apelando siempre a la Palabra de Dios para demostrar la necesidad de reformar las doctrinas y costumbres de los cristianos.

Cuando se le prohibió predicar, el pueblo mostró su profundo disgusto, diciendo que nunca habían oído a un predicador que como él pudiese mover los más duros corazones y despertar las conciencias adormecidas. Pero nada pudo hacer cambiar la resolución del obispo, y Enrique tuvo que salir de la ciudad. Aparece entonces en Poitiers, Perigueux, Burdeos y Tolosa. Su separación de Roma era cada vez más pronunciada, y la persecución que se levanta contra su obra y persona le convence de que toda comunión de la luz con las tinieblas es imposible. Expuso sus ideas en un escrito que tuvo una extensa circulación, pero que no ha llegado hasta nosotros. Los que se adherían a él ya no podían quedar confundidos con la multitud inconversa. El bautismo de los nuevos convertidos demuestra que no quedaba ningún vínculo que los uniese al romanismo. La gente los llamaba apostólicos. Sus misioneros salían a recorrer las provincias más lejanas, sin poseer nada, y viviendo de las ofrendas de las personas que simpatizaban con el movimiento. El éxito de Enrique en el sur de Francia, alarmó al alto clero, y lo hicieron encarcelar. Llevado por el arzobispo de Arles al Concilio de Pisa, en el año 1134, fue condenado como hereje, y encerrado en un convento. No se sabe cómo, pero consiguió escaparse. Reaparece en el sur de Francia y se pone de nuevo al frente de la obra, sin amedrentarse de los adversarios. Durante diez años predica y trabaja activamente en Tolosa, Albí y otros pueblos vecinos, donde el favor de algunos pudientes que simpatizaban con la causa le libra de caer en manos de sus enemigos. Alfonso, conde de Tolosa, le miraba como a un santo, y tenía en él mucha confianza, y la relativa libertad de que gozaban las iglesias fundadas por Enrique, hizo que aumentasen considerablemente en número, habiendo entre los convertidos muchos curas y personas de influencia social.

El papa mandó a Albí un legado para interesar a los príncipes en una campaña inquisitorial contra el movimiento evangélico. Se dice que el pueblo salió a recibirlo con una procesión de asnos. Cuando se supo en Roma la manera cómo el legado había sido recibido, y no pudiendo el papa contar con el apoyo del brazo secular, apeló al gran santo de la época, Bernardo de Claraval. Cuando éste llegó a Albí entró a conferenciar con los principales hombres del movimiento. No tenemos más datos sobre las discusiones que tuvieron lugar, sino los mismos que escribieron los romanistas, pero a pesar de todo, es fácil ver que los argumentos rebuscados de las doctrinas humanas, se despedazaban al chocar con la sólida roca de las doctrinas de la Palabra de Dios. Bernardo no hacía sino lamentar el fracaso de sus inútiles tentativas. “¡Cuánto mal ha hecho —decía— y hace todos los días, a la Iglesia de Dios, como lo hemos sabido y visto nosotros mismos, el hereje Enrique! Los templos están vacíos, el pueblo sin sacerdotes, los sacerdotes sin honra y los cristianos sin Cristo. Las iglesias son reputadas sinagogas; se niega que el santuario de Dios sea santo; los sacramentos no son más tenidos como sagrados, los días de fiesta privados de toda solemnidad; los hombres mueren en sus pecados y las almas son llevadas, una tras otra, ante el tribunal sin estar reconciliadas por medio de la penitencia, ni munidas de la santa comunión. Se niega la vida a los niños al negárseles la gracia del bautismo”. Bernardo se dirigió al conde de Tolosa anunciando que se dirigía a sus dominios para atacar a Enrique, a quien lo llenaba de nombres insultantes: “Parto para el país donde este monstruo hace estragos y donde nadie le resiste. Porque aun cuando su impiedad es conocida en la mayor parte de las ciudades del reino, encuentra a vuestro lado un asilo, donde sin temor, y bajo vuestra protección, destruye el rebaño de Cristo”.

Cuando Bernardo vio que sus argumentos y amenazas no lograban convertir a nadie, procuró ganar algo por medio de la fuerza. Enrique fue arrestado, y en el año 1148 condenado por el Concilio de Reinas a prisión perpetua, porque el arzobispo se negaba a dar su consentimiento para que fuese condenado a muerte. No se sabe cuánto tiempo permaneció encarcelado, pero como no se oye más acerca de él, se cree que terminó sus días, como prisionero de Cristo Jesús, en las tenebrosidades de alguna cárcel subterránea.

PEDRO VALDO

Un joven negociante llamado Pedro, nativo de una localidad llamada Valde, se estableció en Lyon, Francia, por el año 1152. Entregado por completo a las especulaciones comerciales, vio prosperar sus negocios, a tal punto que al cabo de los años era uno de los grandes ricachos de la comercial ciudad. Era casado, tenía dos hijas, y las atenciones domésticas y comerciales ocupaban todo su tiempo. En el año 1160, un amigo íntimo, con quien estaba conversando, cayó muerto repentinamente, y este incidente produjo en él una impresión tal, que desde aquel momento, dejando a un lado sus febriles ocupaciones comerciales, se puso a pensar seriamente en su salvación. El conocimiento limitado que tenía de las cosas religiosas no lograba darle aquella paz y seguridad que satisfacen el alma ansiosa. Sus anhelos se hacían cada vez más intensos, y en busca de luz fue a uno de los sacerdotes de la ciudad, preguntándole cuál era el camino seguro para llegar al cielo. El sacerdote le respondió que había muchos caminos, pero que el más seguro era el de poner en práctica las palabras del Señor al joven rico cuando le dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo”. Se cree que el cura le contestó así con algo de ironía, sabiendo que Valdo era hombre de gran fortuna, pero seguramente no esperaba que esas palabras iban a encontrar tanto eco en el corazón del rico negociante. Valdo creyó oír un mandamiento de Dios dirigido a él personalmente, y resolvió deshacerse de sus bienes terrenales empleándolos para aliviar las necesidades de los pobres. Hizo esto no bajo el impulso de un falso entusiasmo, sino deliberadamente, con calma y con buen acierto, para que el sacrificio que se imponía fuese realmente útil a sus semejantes. Dio a su esposa e hijas lo que necesitaban, y el resto, parte fue distribuyendo entre los más necesitados de la ciudad, y parte destinaba a emplear personas que hiciesen traducciones y copias de las Sagradas Escrituras. Encargó a dos eclesiásticos que vertiesen el Nuevo Testamento del latín a la lengua vulgar. Uno de ellos fue Esteban de Ansa, hombre muy versado en las cuestiones filológicas, y otro Bernardo Ydros, hábil escribiente que trasladaba al pergamino lo que su compañero le dictaba. Valdo se puso a leer con gran interés estos maravillosos escritos que eran agua viva para su alma sedienta, y pan para su corazón hambriento. Esta lectura le confirmaba más y más en la noble resolución que había tomado. Quería imitar a los apóstoles, y vivir no más consagrado a los negocios de esta vida pasajera, sino para ser rico en aquellas riquezas que no se corrompen y que los ladrones no hurtan.

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Pedro Valdo


No quiso tampoco poner la luz debajo del almud, sino que mandó hacer muchas copias del evangelio para que su lectura fuese causa de bendiciones a otros. El número de personas que tomaban interés en esta lectura era cada vez mayor, y sin pensar en separarse de la Iglesia de Roma, se reunían para leer juntos y celebrar cultos espirituales. Se apoderó de ellos un fuerte espíritu de propaganda y toda la ciudad y sus alrededores se llenaron del conocimiento del evangelio. Sin buscarlo, vino inevitable el choque con la iglesia papal, dentro de cuyo seno aún permanecían Valdo y sus adeptos. El contraste entre el cristianismo del Nuevo Testamento y el de la iglesia papal, era demasiado pronunciado para que fuera posible un acuerdo. El clero empezó a mirar con recelo a estos hombres humildes que de dos en dos, descalzos y pobremente vestidos iban por todas partes predicando la palabra. El arzobispo Guichard concluyó por citarlos, y creyendo que de un solo golpe podía sofocar el movimiento, les prohibió predicar. Valdo entonces apeló al papa, esperando, como más tarde Lutero, que la justicia de su causa sería reconocida. En Roma compareció junto con uno de sus colaboradores ante el concilio de Letrán, en marzo de 1179. El papa Alejandro III los trató amablemente y se interesó en la obra que hacían, tal vez abrigando el pensamiento de que los pobres de Lyon, como los llamaban, podrían permanecer dentro del seno de la Iglesia y quedar convertidos en algo parecido a una orden monástica. Pero los padres que componían el concilio les fueron hostiles y rehusaron acordarles la autorización de predicar. Gualterio Mapes, un fraile franciscano inglés, que se hallaba presente, escribió un relato acerca de la petición de estos valdenses: “No tienen —dice— residencia fija. Andan por todas partes descalzos, de dos en dos, vestidos con ropa de lana, no poseen bienes; pero como los apóstoles, tienen todas las cosas en común; siguiendo a aquel que no tuvo dónde reclinar la cabeza”. El concilio nombró una comisión para que examinase el caso. El franciscano mencionado era miembro de esta comisión. Dice que procuró saber cuáles eran sus conocimientos y su ortodoxia, y los halló sumamente ignorantes, y halló extraño que el concilio les prestase atención. Pero el hecho es que en lugar de examinar a los valdenses sobre la Palabra de Dios y las doctrinas vitales del cristianismo, los examinadores les hicieron una serie de preguntas escolásticas sobre el uso de ciertos términos y frases del lenguaje eclesiástico, conduciéndolos por las sendas intrincadas de las especulaciones trinitarias. Los valdenses, felizmente, nunca habían aprendido estas cosas inútiles, y de ahí la comisión resolvió expedirse aconsejando que se les prohibiese predicar. Vueltos a Lyon, los hermanos tuvieron que resolver qué actitud asumirían, y hallando que es menester obedecer antes a Dios que a los hombres, resolvieron seguir predicando aún a despecho de las prohibiciones del arzobispo y del papa. Convencidos de que nada podían esperar de este mundo, resolvieron romper definitivamente los vínculos que aun los ligaban al romanismo, y empezaron aún bajo la persecución, a sentir los beneficios de la libertad cristiana. En el año 1181 fue lanzada contra ellos la definitiva excomunión papal, pero durante algunos años pudieron eludir sus consecuencias, gracias a las poderosas amistades que tenían en la ciudad, donde Valdo era generalmente estimado. Pero después de la promulgación del Canon del Concilio de Verona, en el año 1184, que condenaba a los pobres de Lyon, se vieron en la necesidad de salir de la ciudad y esparcirse por toda Europa, lo que hacían sembrando la simiente santa del evangelio por todas partes, como en siglos anteriores lo había hecho la Iglesia de Jerusalén al ser perseguida por Heredes. Pedro Valdo, huyendo de la intolerancia y del despotismo clerical llegó hasta Bohemia, donde terminó sus días en el año 1217, después de cincuenta y siete años de servicios al Señor.

EXTENSIÓN DEL MOVIMIENTO VALDENSE

“Uno se formaría una idea muy errónea —dice Gay— de la importancia de la separación valdense del siglo XII, si se la redujese a las dimensiones de una secta oscura trabajando en una esfera limitada. ¡No! Fue más bien un poderoso movimiento que se extendió rápidamente y arrancó al papado centenares de miles de fíeles en toda la Europa. Es así como se explican los temores del papado y las medidas extremas de represión que inventó para defenderse”. Los valdenses, animados de un santo celo misionero llegaron a España y se establecieron especialmente en las provincias del Norte. El hecho de que dos concilios y tres reyes se hayan ocupado de expulsarlos, demuestra que su número tenía que ser considerable. El clero era impotente para detener el avance, y alarmado, pidió al papa Celestino III que tomase medidas en contra del movimiento. El papa entonces mandó un legado, en el año 1194, quien convocó una asamblea de prelados y nobles, la cual se reunió en Lérida, asistiendo personalmente el mismo rey Alfonso II. Allí se confirmaron los decretos papales contra los herejes, y se promulgó otro nuevo concebido en estos términos: “Ordenamos a todo valdense que, en vista de que están excomulgados de la santa iglesia, enemigos declarados de este reino, tienen que abandonarlo, e igualmente a los demás estados de nuestros dominios. En virtud de esta orden, cualquiera que desde hoy se permita recibir en su casa a los susodichos valdenses, asistir a sus perniciosos discursos, proporcionarles alimentos, atraerá por esto la indignación de Dios todopoderoso y la nuestra; sus bienes serán confiscados sin apelación, y será castigado como culpable del delito de perjudicada majestad... Además cualquier noble o plebeyo que encuentre dentro de nuestros estados a uno de estos miserables, sepa que si los ultraja, los maltrata y los persigue, no hará con esto nada que no nos sea agradable”. Este terrible decreto fue renovado tres años después en el Concilio de Gerona, por Pedro II, quien lo hizo firmar por todos los gobernadores y jueces del reino. Desde entonces la persecución se hizo sentir con violencia, y en una sola ejecución, 114 valdenses fueron quemados vivos. Muchos, sin embargo, lograron esconderse y seguir secretamente la obra de Dios en el reino de León, en Vizcaya, y en Cataluña. Eran muy estimados por el pueblo a causa de la vida y costumbres austeras que llevaban, y hasta se menciona al obispo de Huesca, uno de los más notables prelados de Aragón, como protector decidido de los perseguidos valdenses. Pero Roma no descansaba en su funesta obra de hacer guerra a los santos, y la persecución se renovaba constantemente, llegando a su más alto desarrollo allá por el año 1237, en el vizcondado de Cerdeña y Castellón, y en el distrito de Urgel. Cuarenta y cinco de estos humildes siervos de la Palabra de Dios fueron arrestados, y quince de ellos quemados vivos en la hoguera. El odio llegó a tal punto, que hicieron quemar en la hoguera los cadáveres de muchos sospechosos de herejía, que habían fallecido en años anteriores, entre los que figuraban Amoldo, vizconde de Castellón y Ernestina, condesa de Foix.

En Francia el movimiento era extenso y fuerte. En Tolosa, Beziers, Castres, Lavaur, Narbona y otras ciudades del mediodía, tanto los nobles como los plebeyos, eran en su mayoría valdenses o albigenses. El papa Inocencio III alarmado, empleó toda clase de medidas para sofocarlos y detener su avance por Europa. Los emisarios papales nada podían conseguir ni con sus discusiones ni con sus amenazas. El mismo "santo" Domingo fue encargado por el papa de suprimir la herejía, y la falta de éxito les llevó a proclamar la cruzada de la que hablamos en esta sección. En el Delfinado se establecieron los valdenses al ser expulsados de Lyon, y en medio de constantes persecuciones supieron mantenerse unidos y proseguir vigorosamente la obra de amor por la que exponían sus vidas y sus bienes. En Alsacia y Lorena, hubo desde el año 1200, tres grandes centros de actividad misionera; en Toul, el obispo Eudes ordenaba a sus fieles a que prendiesen a todos los waldoys y los trajesen encadenados ante el tribunal episcopal; en Metz, el barba (pastor) Crespín y sus numerosos hermanos confundían al obispo Bertrán, quien en vano se esforzaba por suprimirlos; en Estrasburgo, los inquisidores mantenían siempre encendido el fuego de la intolerancia contra la propaganda activa que hacía el barba Juan, el presbítero y más de 500 hermanos que componían la iglesia mártir de esa ciudad. En Alemania, los valdenses sembraban la Palabra de norte a sur y de este a oeste. Tres siglos después se hallaban los frutos de sus heroicos esfuerzos. En Bohemia, donde se supone que el mismo Pedro Valdo terminó su gloriosa carrera, los resultados de las misiones fueron fecundos. A mediados del siglo XIII, los cristianos que habían sacudido el yugo del papismo eran tan numerosos, que el inquisidor Passau nombraba cuarenta y dos localidades ocupadas por los valdenses. En Austria era también muy activa la obra de propaganda, y a principios del siglo XIV, el inquisidor Krens hacía quemar 130 valdenses. Se cree que el número de éstos en Austria no bajaba de 80, 000. En Italia los valdenses estaban diseminados y bien establecidos en todas partes de la península. Tenían propiedades en los grandes centros y un ministerio itinerante perfectamente organizado. En Lombardía los discípulos de Amoldo de Brescia se habían unido a los pobres de Lyon, y bajo la dirección espiritual de Hugo Speroni mantenían viva la protesta contra la corrupción del romanismo. En Milán poseían una escuela que era el centro de una gran actividad misionera. En Calabria se establecieron muchos valdenses del Piamonte desde el año 1300, en las vastas posesiones de Fuscaldo, en Montalto, para cultivar la tierra, y transformaron en un jardín esa región inculta, construyendo también algunas villas, como ser San Sixto y Guardia. Habían conseguido cierta tolerancia, y se les permitía celebrar secretamente sus cultos con tal de que pagaran los diezmos al clero. En tres de los valles del Piamonte —Lucerna, Perusa y San Martín— los valdenses se establecieron en las primeras décadas del siglo XIII. Los documentos históricos a que se puede recurrir actualmente no autorizan a sostener que los habitasen antes de esta época, aunque muchos lo suponen. Es la región que ocupa el principal lugar en la historia de este pueblo, porque mientras en otras partes fueron exterminados o perdieron su existencia como pueblo distinto, en los valles ya mencionados se han conservado hasta nuestros días. Se supone que se establecieron en los valles después de la expulsión de Lyon. Encontraron esa región muy poco habitada y al principio disfrutaron la relativa tranquilidad, pero en 1297 empezaron las persecuciones que a pesar de ser crueles y constantes no lograron abatir ni dominar al ejército heroico que fue llamado "el Israel de los Alpes" y que mantuvo el culto de Dios verdadero en aquellos días de densas tinieblas y groseras supersticiones.

OTRAS ÓRDENES CATÓLICAS DE IMPORTANCIA EN ESTA ÉPOCA


“He cumplido mi deber. Ahora, que Cristo os dé a conocer el vuestro. ¡Bienvenida, hermana muerte!”.
San Francisco de Asís

                  En esta época surgieron algunas ordenes de frailes que tuvieron un protagonismo muy importante en la historia de la iglesia de la edad media, particularmente la Orden de los Hermanos Menores fundada por San Francisco de Asís, y la Orden de los Predicadores fundada por Santo Domingo. Aunque no podemos considerar esta ordenes fuera de la influencia de la Iglesia Católica, tampoco podemos pasar por alto su protagonismo en este periodo histórico.

San Francisco y la orden de los Hermanos Menores.


En sus orígenes, el movimiento franciscano fue muy semejante al de los valdenses. El propio Francisco pertenecía, al igual que Valdo, a una familia de mercaderes. Su padre, Pietro Bernardone, pertenecía a la nueva clase que había surgido poco antes gracias al comercio. Al igual que Valdo, Francisco pasó los primeros años de su vida en los intereses y ocupación comunes a jóvenes de su clase social. Su verdadero nombre era Juan (Giovanni). Pero su madre era francesa, y los intereses comerciales de su padre lo llevaron establecer contacto estrecho con Francia. Giovanni tenía alma de trovador, y por ello aprendió la lengua del sur de Francia, cuyos trovadores eran famosos. A la postre se le conoció en Asís por el apodo de “Francisco”, es decir, el pequeño francés. Ese apodo es el nombre por el que lo conocieron sus seguidores, y que él hizo famoso. Francisco tenía más de veinte años cuando se produjo un cambio notable en su vida. Poco antes había regresado de una expedición militar al sur de Italia. Ahora, tras haber sufrido varias enfermedades que casi le costaron la vida, solía retirarse a una cueva, donde pasaba largas horas de meditación y de lucha consigo mismo. Un buen día, sus antiguos compañeros de juego lo vieron en extremo feliz, como hacía tiempo que no lo veían. — ¿Por qué te alegras?— le preguntaron. —Porque me he casado. — ¿Con quién? — ¡Con la señora Pobreza!  Lo que había sucedido era que, tras larga lucha, el joven Francisco había decidido seguir el camino que antes habían tomado Pedro Valdo y los muchos ermitaños y ascetas que habían renunciado a las comodidades y honores del mundo. Cuando su padre le daba dinero, inmediatamente iba y buscaba algún pobre a quien regalárselo. Sus vestimentas no eran más que unos viejos harapos. Si su familia le daba nuevas ropas, éstas seguían el mismo camino que antes había tomado el dinero. En lugar de ocuparse de los negocios textiles de su padre, Francisco pasaba el tiempo alabando las virtudes de la pobreza ante cualquier persona que quisiera escucharlo, o reconstruyendo una capilla abandonada, o disfrutando de la belleza y armonía de naturaleza.


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San Francisco de Asis
Su padre, exasperado, lo encerró en un sótano y apeló a las autoridades. Estas pusieron el caso a disposición del obispo, quien por fin falló que, si Francisco no estaba dispuesto a usar mejor de los bienes de su familia, debía renunciar a ellos. Esto era precisamente lo que nuestro joven quería. Renunciando a su herencia, dijo: “Escuchadme bien todos. Desde ahora no quiero referirme más que a nuestro Padre que está en los cielos”. Acto seguido, para mostrar lo absoluto de su decisión, se quitó las ropas que llevaba, se las devolvió a su padre, y partió desnudo. Tras dejar a su familia, Francisco marchó al bosque. Allí lo asaltó una banda de ladrones, quienes al verlo vestido tan sólo con la túnica que un ayudante del obispo le había echado encima, le preguntaron quién era. “Soy el heraldo del Gran Rey”, les contestó. Ellos, entre burlas y risas lo golpearon y lo dejaron tirado en la nieve. Por algún tiempo, Francisco se dedicó a llevar la vida típica de un ermitaño. Su única compañía eran los leprosos a quienes servía, y las criaturas del bosque, con quienes se dice que gustaba hablar. Además, se dedicó a reconstruir la vieja iglesia llamada de la “Porciúncula”. A fines de febrero del 1209, el Evangelio del día sacudió todo su ser: “Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia. No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni de alforja para el camino, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bordón; porque el obrero es digno de su alimento”,  (Mateo 10:7–l0). Aquellas palabras le dieron un nuevo sentido de misión. Hasta entonces la preocupación principal del monaquismo había sido la propia salvación, y los monjes huían de todo contacto con gente que pudieran apartarlos de la contemplación religiosa. Pero el movimiento que Francisco fundó fue todo lo contrario. Él y sus seguidores irían precisamente en busca de las ovejas perdidas. Su lugar de acción no estaría en monasterios apartados del bullicio del mundo, sino en las ciudades cuya población aumentaba rápidamente, entre los enfermos, los pobres y despreciados. Para ello, era necesario ser pobre. Y serlo con todo el gozo que da la seguridad de que Dios cuida de nosotros.

Lo primero que Francisco hizo fue abandonar su retiro y regresar a Asís, donde se dedicó a predicar. Las burlas e insultos no faltaron. Pero poco a poco se fue reuniendo en derredor de él un pequeño núcleo de seguidores cautivados por su fe, su entusiasmo, su gozo y su sencillez. Por fin, acompañado de una docena de seguidores, decidió ir a Roma para solicitar que el papa, a la sazón Inocencio III, lo autorizara a fundar una nueva orden. El encuentro entre Francisco e Inocencio debe haber sido dramático. Inocencio era el papa más poderoso que la historia había conocido, a su disposición estaban las coronas de los reyes y los destinos de las naciones. Frente a él, el Pobrecillo de Asís, a quien poco importaban intrigas de la época, y cuya única razón para querer conocer al emperador era pedirle que promulgara una ley prohibiendo la caza de “mis hermanas las avecillas”. El uno altivo; harapiento el otro. El Papa confiado de su poder; el Santo, del poder de Señor. Se cuenta que el Pontífice recibió al Pobrecillo con impaciencia. —Vestido como estás, más pareces cerdo que ser humano— dijo, —Vete a vivir con tus hermanos. Francisco se inclinó y salió en busca de una pocilga. Allí pasó algún tiempo entre los puercos, revolcándose en el lodo. Después regresó adonde el Papa. Con toda humildad se inclinó de nuevo y le dijo: —Señor, he hecho lo que tú me mandaste. Ahora te ruego hagas lo que yo te pido. De haberse tratado de otro papa, la entrevista habría terminado allí mismo. Pero parte del genio de Inocencio estaba precisamente en saber medir el valor de las personas, y unir los elementos más dispares bajo su dirección. En aquel momento el franciscanismo naciente estuvo en la balanza, como una generación antes lo había estado el movimiento de los valdenses. Pero Inocencio fue más sabio que su predecesor, y a partir de entonces la iglesia contó con uno de sus más poderosos instrumentos. De regreso a Asís con la sanción del Papa, Francisco continuó su predicación. Pero el movimiento no se detendría allí. Pronto fueron muchos los que pidieron ingreso a la orden. Por todas partes de Italia y Francia, y después por toda Europa, los “hermanos menores” —que así se llamaban los frailes de Francisco— se dieron a conocer. A través de su hermana espiritual Santa Clara, Francisco fundó una orden de mujeres, generalmente conocida como las “clarisas”. Aquellos primeros franciscanos estaban imbuidos del espíritu de su fundador. Iban por todas partes cantando, recibiendo vituperios, gozosos, y predicando y mostrando una sencillez de vida admirable. Francisco temía que el éxito del movimiento se volviera su ruina. Los franciscanos eran respetados, y existía siempre la tendencia a colocarlos en posiciones tales que flaqueara la humildad. Por ello, el fundador hizo todo lo posible por inculcarles a sus seguidores el espíritu de pobreza y de santidad. Se cuenta que cuando un novicio le preguntó si no era lícito poseer un salterio, el santo le contestó: “Cuando tengas un salterio, querrás tener también un brevario. Y cuando tengas un brevario te encaramarás al púlpito como un prelado”. En otra ocasión, uno de los hermanos regresó gozoso, y le mostró a Francisco una moneda de oro que alguien le había dado. El santo lo obligó a tomar la moneda entre los dientes, y enterrarla en un montón de estiércol, diciéndole que ese era lugar que le correspondía al oro. Preocupado por las tentaciones que su éxito colocaba ante su orden, Francisco hizo un testamento en el que les prohibía a sus seguidores poseer cosa alguna, y les prohibía también buscar cualquier mitigación de la Regla, aunque fuese por parte del papa. En el capítulo general de la orden del 1220, dio una prueba final de humildad. Renunció a la dirección de la orden, y se arrodilló en obediencia ante su sucesor. Por fin, el 3 de octubre del 1226, murió en su amada iglesia de la Porciúncula. Se dice que sus últimas palabras fueron: “He cumplido mi deber. Ahora, que Cristo os dé a conocer el vuestro. ¡Bienvenida, hermana muerte!”.

Santo Domingo y la Orden de Predicadores.


Fue en la pequeña aldea de Caleruega, cerca de Burgos, en el centro de Castilla, donde Domingo nació. Era hijo de la ilustre familia de los Guzmán, cuya torre se alza aún hoy en el centro del poblado. Su madre, Juana, era mujer de gran fe, acerca de la cual se cuentan todavía en Caleruega varios milagros. En todo caso, desde muy joven Domingo y sus hermanos se formaron en un ambiente cristiano. Tras unos diez años de estudio en Palencia, se unió al capítulo de la catedral de Osma, como uno de sus canónigos. Cuatro años después, cuando Domingo tenía veintinueve, el capítulo adoptó la regla monástica de los canónigos de San Agustín. Según esta regla, los miembros del capítulo catedralicio vivían en comunidad monástica, pero sin retirarse del mundo ni abandonar su ministerio para con los fieles. En el 1203, Domingo y su obispo Diego de Osma pasaron por el sur de Francia, donde se conmovió al ver el auge que tenían los  albigenses, y cómo se trataba de convertirlos a la fuerza. Además se percató de que el principal argumento que tenían los albigenses era el ascetismo de sus jefes, que contrastaba con la vida suave y desordenada de muchos de los prelados y sacerdotes ortodoxos. Convencido de que aquél no era el mejor medio de combatir la herejía, Domingo se dedicó a predicar la ortodoxia, unió su predicación a una vida de disciplina rigurosa, e hizo uso de los mejores recursos intelectuales que estaban a su alcance. En las laderas de los Pirineos fundó una escuela para las mujeres nobles que abandonaban el catarismo. Además, alrededor de sí reunió un número creciente de conversos y de otros predicadores dispuestos a seguir su ejemplo.

Su éxito fue tal que el arzobispo de Tolosa les dio una iglesia donde predicar, y una casa donde vivir en comunidad. Poco después, con el apoyo del arzobispo, Domingo fue a Roma, donde a la sazón se reunía el Cuarto Concilio Laterano, para solicitar de Inocencio III la aprobación de su regla. El Papa se negó, pues le preocupaba la confusión que surgiría de la existencia de demasiadas reglas monásticas. Pero sí les dio autorización para continuar la labor emprendida, siempre que se acogieran a una de las reglas anteriormente aprobadas. De regreso a Tolosa, Domingo y los suyos adoptaron la regla de los de San Agustín, y después, mediante una serie de constituciones, adaptaron esa regla a sus propias necesidades. Quizá llevados por el impacto del franciscanismo naciente, los dominicos también adoptaron el principio de la pobreza total, para sostenerse sólo mediante limosnas. Por esa razón estas dos órdenes (y otras que después siguieron su ejemplo) se conocen como “órdenes mendicantes”. Desde sus inicios, la Orden de Predicadores (que así se llamó la fundada por Santo Domingo) tuvo el estudio en alta estima. En esto difería el español Francisco de Asís, quien, como hemos dicho, no quería que sus frailes tuvieran ni siquiera un salterio y quien en varias ocasiones se mostró suspicaz del estudio y las letras. Los dominicos, en su tarea de refutar la herejía, necesitaban armarse intelectualmente, y por ello sus reclutas recibían un adiestramiento intelectual esmerado. En consecuencia, la Orden de Predicadores le ha dado a la Iglesia Católica algunos de sus más distinguidos teólogos.

ACTIVIDAD TEOLÓGICA DE LA EDAD MEDIA


“No pretendo, Señor, penetrar tu profundidad, porque mi intelecto no se puede comparar con ella. Lo que deseo es entender, siquiera imperfectamente, tu verdad. Esa es la verdad que mi corazón cree y ama. No trato de comprender para creer, sino que creo y por ello puedo llegar a comprender”.
Anselmo de Canterbury

                En medio del auge de la vida monástica, el ascenso del poder papal, la gran decadencia espiritual y poderosa influencia supersticiosa que la acompañaba, el surgimiento del movimiento valdense y las nuevas órdenes de frailes inspiradas en las de San Francisco y Santo Domingo, surge también una increíble actividad teológica en este periodo de la Iglesia en la Edad Media. Hombres como Anselmo, Pedro Abelardo, Los victorinos y Pedro Lombardo, San Buenaventura y santo Tomás de Aquino figuran en los personaje que protagonizaron este periodo. Algunos de ellos realizaron sus grandes obras teológicas desde los monasterios, otros llegaron a convertirse en grandes catedráticos de su tiempo y el auge de las universidades teológicas comenzó a florecer en este periodo. Pronto, la sed por el estudio de las matemáticas, la astronomía, la medicina, las leyes, la filosofía y las bellas artes penetro profundamente entre los anhelos de formación de la gente de la Edad Media. Las universidades más antiguas se remontan a fines del siglo XII, cuando las escuelas de ciudades tales como París, Oxford y Salerno lograron gran auge. Pero fue el siglo XIII el que vio el crecimiento pleno de las universidades. Aunque en todas ellas se estudiaban los conocimientos básicos de la época, pronto algunas se hicieron famosas en un campo particular de estudios. Quien quería estudiar medicina, hacía todo lo posible por ir a Montpelier o a Salerno, mientras que Ravena, Pavía y Bolonia eran famosas por sus facultades de derecho, y París y Oxford por sus estudios de teología. En España, la más famosa universidad fue la de Salamanca, fundada en el siglo XIII por Alfonso X el Sabio.

Anselmo de Canterbury.


El primero de los grandes pensadores que esta época produjo fue Anselmo de Canterbury. Natural del Piamonte, en Italia, Anselmo era hijo de una familia noble, y su padre se opuso a su carrera monástica. Pero el joven insistió en su vocación, y en el 1060 se unió al monasterio de Bec, en Normandía. Aunque ese monasterio se encontraba lejos de su patria, Anselmo se dirigió a él debido a la fama de su abad, Lanfranco. Allí se dedicó al estudio teológico, y produjo varias obras, de las cuales la más importante es el Proslogio. En el 1078 fue hecho abad de Bec, pues Lanfranco había dejado el monasterio para ser consagrado como arzobispo de Canterbury. Poco antes, Guillermo el Conquistador había partido de Normandía y conquistado a Inglaterra, donde derrotó a los sajones en el 1066 en la batalla de Hastings. Ahora Guillermo y sus sucesores se establecieron en Gran Bretaña, que poco a poco se fue volviendo el centro de sus territorios. Pero durante varias generaciones continuaron trayendo a personas de origen normando para ocupar posiciones de importancia en Inglaterra. Esto fue lo que sucedió con Lanfranco y, en el 1093, con Anselmo. En esa fecha, fue hecho arzobispo de Canterbury por el rey Guillermo II, quien había sucedido al Conquistador. Anselmo trató de evadir esa responsabilidad, en parte porque prefería la quietud del monasterio, y en parte porque desconfiaba de Guillermo, quien a la muerte de Lanfranco había dejado la sede vacante, a fin de posesionarse de sus ingresos y de buena parte de sus propiedades. Pero a la postre aceptó, y comenzó así una carrera accidentada buena parte de la cual transcurrió en el exilio debido a sus conflictos, primero con Guillermo y después con su sucesor Enrique I. Sin entrar en detalles, podemos decir que estos conflictos reflejaban, en menor escala, los que ya hemos visto al tratar de las pugnas entre el papado y el Imperio. Se trataba de un asunto de jurisdicción, cuyo punto crucial era la cuestión de las investiduras, pero que tenía varias otras dimensiones. Lo que estaba en juego en fin de cuentas era si la iglesia sería independiente o no del poder civil. Y la respuesta no era fácil, pues la iglesia en sí tenía gran poder político y económico. Siete décadas más tarde, uno de los sucesores de Anselmo, Tomás a Becket, moriría asesinado junto al altar de la catedral, por razón del mismo conflicto. Durante sus repetidos exilios, Anselmo escribió mucho más que cuando estaba cargado con las responsabilidades de su arzobispado. La principal obra de este período es Por qué Dios se hizo hombre.


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Anselmo de Canterbury
Murió en Canterbury en el 1109, tres años después de haber hecho las paces con el rey y haber regresado de su último exilio. La importancia teológica de Anselmo radica en que fue el primero, después de siglos de tinieblas, en volver a aplicar la razón a las cuestiones de la fe de modo sistemático. Cada una de sus obras trata acerca de un tema específico, como la existencia de Dios, la obra de Cristo, la relación entre la predestinación y el libre albedrío, etc. Y en la mayor parte de los casos Anselmo trata de probar la doctrina de la iglesia sin recurrir a las Escrituras o a cualquier otra autoridad. Esto no quiere decir, sin embargo, que Anselmo haya sido un racionalista, dispuesto a creer sólo lo que podía demostrarse mediante la razón. Al contrario, como puede verse en la cita que encabeza este capítulo, su punto de partida es la fe. Anselmo cree primero, y después le plantea sus preguntas a la razón. Su propósito no es probar algo para después creerlo, sino demostrar que lo que de antemano acepta por fe es eminentemente racional. Esto puede verse tanto en su Proslogio como en por qué Dios se hizo hombre. El Proslogio trata acerca de la existencia de Dios. Anselmo no duda ni por un instante que Dios exista. De hecho, la obra está escrita a modo de una oración dirigida a Dios. Pero, aun sabiendo que Dios existe, nuestro teólogo quiere demostrarlo, para así comprender mejor la racionalidad de esa doctrina, y gozarse en ella. Como punto de partida, Anselmo toma la frase del Salmo 14:1: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios” ¿Por qué es necedad negar la existencia de Dios? Evidentemente, porque esa existencia debe ser una verdad de razón, de tal modo que negarla sea una sin razón. ¿Es posible entonces demostrar que la existencia de Dios es tal? Indudablemente, hay muchos argumentos para probar esa existencia. Pero todos ellos se basan en la contemplación del mundo que nos rodea, arguyendo que tal mundo ha de tener un creador. Es decir, todos ellos parten de los datos de los sentidos. Y los filósofos siempre han sabido que los sentidos no bastan para darnos a conocer las realidades últimas. ¿Será posible entonces encontrar otro modo de demostrar la existencia de Dios, un modo que no dependa de los datos de los sentidos, sino únicamente de la razón? El razonamiento que Anselmo emplea es lo que después se ha llamado “el argumento ontológico para probar la existencia de Dios”. En pocas palabras, lo que Anselmo dice es que al preguntarnos si Dios existe la respuesta está implícita en la pregunta. Preguntarse si Dios existe equivale a preguntarse si el Ser Supremo existe. Pero la misma idea de “Ser Supremo”, que incluye todas las perfecciones, incluye también la existencia. De otro modo, tal “Ser Supremo” sería inferior a cualquier ser que exista. Un Ser Supremo inexistente sería una contradicción semejante a la de un triángulo de cuatro lados. Por definición, la idea de “triángulo” incluye tres lados. De igual modo, la idea de “Ser Supremo” incluye la existencia. Es por esto que quien niega la existencia de Dios es un necio, como bien dice el salmista.

Este “argumento ontológico” ha sido discutido, reinterpretado, refutado y defendido por los filósofos y teólogos a través de los siglos. Pero no es éste el lugar para seguir el curso de ese debate. Baste señalar que el argumento mismo es un ejemplo claro del método teológico de Anselmo, que no consiste en esperar a demostrar una doctrina para creerla, sino que parte de la doctrina misma, y de su fe en ella, para mostrar su racionalidad. En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo se plantea la cuestión del propósito de la encarnación. Su respuesta se ha generalizado de tal modo que, con ligeras variantes, ha llegado a ser la opinión de la mayoría de los cristianos occidentales, aun en el siglo XX. Su argumento se basa en el principio legal de la época, según el cual “la importancia de una ofensa depende del ofendido, y la de un honor depende de quien lo hace”. Si, por ejemplo, alguien ofende al rey, la importancia de esa acción se mide, no a base de quién la cometió, sino a base de la dignidad del ofendido. Pero si alguien desea honrar a otra persona, la importancia de esa acción se medirá, no a base del rango de quien recibe la honra, sino a base del rango de quien la ofrece. Si entonces aplicamos este principio a las relaciones entre Dios y los seres humanos, llegamos a la conclusión, primero, que el pecado humano es infinito, pues fue cometido contra Dios, y ha de medirse a base de la dignidad de Dios; segundo, que cualquier pago o satisfacción que el ser humano pueda ofrecerle a Dios ha de ser limitado, pues su importancia se medirá a base de nuestra dignidad, que es infinitamente inferior a la de Dios. Además, lo cierto es que no tenemos medio alguno para pagarle a Dios lo que le debemos, pues cualquier bien que podamos hacer no es más que nuestro deber, y por tanto la deuda pasada nunca será cancelada. En consecuencia, para remediar nuestra situación hace falta ofrecerle a Dios un pago infinito. Pero al mismo tiempo ese pago ha de ser hecho por un ser humano, puesto que fuimos nosotros los que pecamos. Luego, ha de haber un ser humano infinito, que equivale a decir divino. Y es por esto que Dios se hizo hombre en Jesucristo, quien ofreció en nombre de la humanidad una satisfacción infinita por nuestro pecado. Este modo de ver la obra de Cristo, aunque se ha generalizado en siglos posteriores, no era el único ni el más común en la iglesia antigua. En la antigüedad, se veía a Cristo ante todo como el vencedor del demonio y sus poderes. Su obra consistía ante todo en libertar a la humanidad del yugo de esclavitud a que estaba sometida. Y por ello el culto de la iglesia antigua se centraba en la Resurrección. Pero en la Edad Media, particularmente en la “era de las tinieblas”, el énfasis fue variando, y se llegó a pensar de Jesús ante todo como el pago por los pecados humanos. Su tarea consistía en aplacar la honra de un Dios ofendido. En el culto, el acento recayó sobre la Crucifixión más bien que sobre la Resurrección. Y Jesucristo, más bien que conquistador del demonio, se volvió víctima de Dios. En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo formuló de modo claro y preciso lo que se había vuelto la fe común de su época.

En cierto sentido, Anselmo fue uno de los fundadores del “escolasticismo”. Este es el nombre que se le da a un período y un modo de hacer teología. Sus raíces se encuentran en Anselmo y en los teólogos del siglo XII que estudiaremos a continuación. Su punto culminante se produjo en el siglo XIII. Y continuó siendo el método característico de hacer teología a través de todo el resto de la Edad Media. Su nombre se debe a que se produjo principalmente en las escuelas. Anselmo fue monje, y casi toda su labor teológica tuvo lugar en el monasterio. En esto no difería de la teología de los siglos anteriores, que se había desarrollado, no en escuelas, sino en púlpitos y monasterios. Pero, a partir del siglo XII, los centros de labor teológica serían las escuelas catedralicias y las universidades. Por lo pronto, la gran contribución de Anselmo consistió en su uso de la razón, no como un modo de comprobar o negar la fe, sino como un modo de esclarecerla. En sus mejores momentos, ése fue el ideal del escolasticismo.

Pedro Abelardo.


Otro de los principales precursores del escolasticismo fue Pedro Abelardo, a quien sus amores con Eloísa, y lo que sobre ellos se ha dicho y escrito, han hecho famoso. Abelardo nació en Bretaña en el año 1079, y dedicó buena parte de su juventud a estudiar bajo los más ilustres maestros de su tiempo. Sus peripecias de aquellos tiempos nos las cuenta Abelardo en su Historia de las calamidades, que él mismo compuso hacia el fin de sus días. En ella, descubrimos a un joven indudablemente dotado de una inteligencia superior, pero que de tal modo se enorgullece de esa inteligencia que va creándose enemigos por doquier. Y lo más notable es que, aun años más tarde, Abelardo puede relatar su historia sin darse cuenta de hasta qué punto él mismo ha sido uno de los principales causantes de sus propias calamidades. De escuela en escuela fue Abelardo, haciéndoles ver a todos sus maestros que no eran sino unos ignorantes charlatanes, y en algunos casos robándoles sus discípulos. Por fin llegó a París, donde un canónigo de la catedral, Fulberto, le confió la instrucción de su sobrina Eloísa. Esta era una joven de extraordinarias dotes intelectuales, y pronto el maestro y su discípula se enamoraron. De aquellos amores nació un hijo a quien sus padres, en honor de uno de los más grandes adelantos de la ciencia de su tiempo, llamaron Astrolabio. Fulberto estaba enfurecido, y exigía que Abelardo y Eloisa se casaran. Abelardo estaba dispuesto a hacerlo, pero Eloísa se oponía por dos razones. En primer lugar, era la época en que el celibato eclesiástico se imponía por todas partes, y la enamorada joven temía que el matrimonio obstaculizase la carrera de su amante. En segundo lugar, temía que en el matrimonio su amor perdiese algo de su calidad. En ese tiempo comenzaba a popularizarse el concepto romántico del amor. Por toda Francia se paseaban los trovadores, y cantaban sus coplas de amores distantes e imposibles. Al reflejar aquel espíritu, Eloísa le decía a Abelardo: “Prefiero ser para ti, más bien que tuya”. A la postre decidieron casarse en secreto. Pero esto no satisfizo a Fulberto, que veía su honra manchada, y temía que Abelardo tratase de obtener una anulación del matrimonio. Una noche, mientras el infortunado amante dormía, unos hombres pagados por Fulberto penetraron en su cámara y le cortaron los órganos genitales. Tras tales acontecimientos, Eloísa se hizo monja, y su amante ingresó al monasterio de San Dionisio, en las afueras de París. Pero en San Dionisio no tuvo mejor fortuna. Pronto escandalizó a sus compañeros de hábito al decir, con toda razón, que se equivocaban al pretender que su monasterio había sido fundado por el mismo Dionisio que había sido discípulo de Pablo en Atenas. Poco después un concilio reunido en Soissons condenó sus doctrinas acerca de la Trinidad, y lo obligó a quemar su escrito sobre ese tema. Por fin, hastiado de la compañía de sus semejantes, se retiró a un lugar desierto. Pronto, sin embargo, se reunió alrededor de él un número de discípulos que habían oído acerca de su habilidad intelectual, y querían aprender de él. Entonces fundó una escuela a la que nombró El Paracleto. Pero Bernardo de Claraval, el monje cisterciense devoto de la humanidad de Cristo y predicador de la Segunda Cruzada, lo persiguió hasta su retiro. Bernardo no podía tolerar las libertades que Abelardo se tomaba al aplicar la razón a los más profundos misterios de la fe. Según el monje cisterciense, ese uso de la razón no mostraba sino una falta de fe. Gracias a los manejos de Bernardo, Abelardo fue condenado como hereje en el 1141. Cuando trató de apelar a Roma, descubrió que el papado estaba dispuesto a acatar la voluntad de su acérrimo enemigo. No le quedó entonces más remedio que desistir de la enseñanza y retirarse al monasterio de Cluny, cuyo abad, Pedro el Venerable, lo recibió con verdadera hospitalidad cristiana y le ayudó a reivindicar su buen nombre. Durante casi todo este tiempo, Abelardo sostuvo correspondencia con Eloísa, quien había fundado un convento cerca de El Paracleto. Cuando su antiguo amante y esposo murió en el 1142, a los sesenta y tres años de edad, Eloísa logró que sus restos fueran trasladados a El Paracleto.



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Pedro Abelardo.
La obra teológica de Abelardo fue extensa. Se le conoce sobre todo por su doctrina de la expiación, según la cual lo que Jesucristo hizo por nosotros no fue vencer al demonio, ni pagar por nuestros pecados, sino ofrecernos un ejemplo y un estímulo para que pudiéramos cumplir la voluntad de Dios. También fue importante su doctrina ética, que le prestaba especial importancia a la intención de una acción, más que a la acción misma. Pero en cierto sentido lo que hace de Abelardo uno de los principales precursores del escolasticismo es su obra sí y no. En ella planteaba 158 cuestiones teológicas, y luego mostraba que ciertas autoridades, tanto bíblicas como patrísticas, respondían afirmativamente mientras otras respondían en sentido contrario. El propósito de Abelardo no era restarles autoridad a la Biblia o a los antiguos escritores cristianos. Su propósito era más bien mostrar que no bastaba con citar un texto antiguo para resolver un problema. Había que ver ambos lados de la cuestión, y entonces aplicar la razón para ver cómo era posible compaginar dichos al parecer contradictorios. El hecho de que Abelardo se limitó a la primera parte de esa tarea, y sencillamente citaba autoridades al parecer contradictorias, sin tratar de ofrecer soluciones, le ganó la mala voluntad de muchas personas. Pero el método que se proponía en esa obra fue el que, con ciertas variantes, siguieron todos los principales escolásticos a partir del siglo XIII. Por lo general ese método consiste en plantear una pregunta, citar después una lista de autoridades que parecen ofrecer una respuesta, y una lista de otras autoridades que parecen decir lo contrario, y entonces resolver la cuestión. En esa solución, el teólogo escolástico ofrece primero su respuesta, y luego explica por qué las diversas autoridades citadas en sentido contrario no se le oponen. A la postre, aun entre quienes lo consideraban hereje, Abelardo haría sentir el peso de su obra.

Los victorinos y Pedro Lombardo.


Uno de los maestros de Abelardo, Guillermo de Champeaux, había sido profesor de la escuela catedralicia de París cuando decidió retirarse a las afueras de la ciudad, a la abadía de San Víctor. Hay quien sugiere que esa decisión se debió en parte a que, en un debate público, Abelardo lo hizo aparecer ridículo. En todo caso, en San Víctor Guillermo fundó una gran escuela teológica que estuvo bajo su dirección hasta que partió para ser obispo de Chalons-sur-Marne. El sucesor de Guillermo, Hugo, fue el más célebre maestro de la escuela de San Víctor. El y su sucesor, Ricardo, combinaron una piedad profunda con la investigación teológica cuidadosa. De este modo, la escuela de San Víctor fue uno de los lugares donde se subsanó la vieja división entre los pensadores al estilo de Abelardo y los místicos como Bernardo. De haber continuado esa división, el escolasticismo nunca habría llegado a su cumbre, pues una de las características de los grandes maestros escolásticos fue precisamente su devoción sincera unida a la disciplina intelectual. Pedro Lombardo, el pensador del siglo XII que más influyó sobre el XIII, tuvo relaciones estrechas con la escuela de San Víctor, y buena parte de su teología se deriva de ella. Natural de Lombardía, en el norte de Italia, Pedro pasó la mayor parte de su vida adulta en París. Allí fue estudiante de teología, y después llegó a ser profesor de la escuela catedralicia. En el 1159 fue hecho obispo de París, y murió al año siguiente. La importancia de Pedro Lombardo se debe mayormente a su obra Cuatro libros de sentencias, comúnmente llamada Sentencias. Lo que hizo en ella fue sencillamente recopilar, como antes lo había hecho Pedro Abelardo, las sentencias de diversos autores acerca de toda una serie de cuestiones teológicas. Pero Pedro Lombardo no dejó las dudas para ser resueltas por sus lectores, sino que hizo un esfuerzo por responder a las dificultades planteadas por sentencias al parecer contradictorias. En todo esto, la obra de Lombardo no hacía más que seguir un modelo utilizado antes por otras personas. Pero el valor de las Sentencias de Pedro Lombardo pronto las hizo descollar por encima de cualquier obra semejante. Parte de ese valor estaba en que, al estilo de Hugo y Ricardo de San Víctor, Pedro Lombardo hacía uso de los mejores métodos lógicos sin por ello abandonar la devoción. Además, en muchos casos sus soluciones a las dificultades planteadas daban muestra de su genio. Pero en ningún caso se utilizaba ese genio para contradecir o poner en duda la doctrina de la iglesia. En algunos, nuestro autor sencillamente se confesaba incapaz de responder definitivamente a una cuestión acerca de la cual la iglesia no se había pronunciado. Por todas estas razones, las Sentencias, al mismo tiempo que estimulaban el pensamiento teológico, decían poca cosa capaz de despertar la suspicacia de los elementos más conservadores. Aunque hubo dudas acerca de algunos detalles de sus doctrinas, a la postre las Sentencias fueron aceptadas como un excelente resumen de la teología cristiana.

La otra característica que contribuyó al éxito de esta obra fue su orden sistemático. El primer libro trata acerca de Dios, tanto en su unidad como en su Trinidad. El segundo va desde la creación hasta el pecado. Esto quiere decir que en él se incluye la angelología, la antropología o doctrina del ser humano, la gracia y el pecado. El tercero se ocupa de la “reparación”, es decir, del remedio que Dios ofrece para el pecado. Por tanto, comienza por estudiar la cristología y la redención, para después pasar a la doctrina del Espíritu Santo, sus dones y virtudes, y terminar discutiendo los mandamientos. Por último, el cuarto libro se dedica a los sacramentos y la escatología. En líneas generales, éste ha sido el orden que ha seguido la mayoría de los teólogos sistemáticos desde tiempos de Pedro Lombardo. Todo esto no quiere decir que las Sentencias fuesen generalmente aceptadas sin oposición alguna. Hubo muchos teólogos que las criticaron por diversas razones. Aún más, a principios del siglo XIII hubo un movimiento que trataba de lograr su condenación. Pero esa oposición se debía a la gran popularidad que iban alcanzando. En la universidad de París uno de los seguidores de Lombardo, Pedro de Poitiers, comenzó a dictar cursos en los que comentaba las Sentencias, y tales cursos se fueron extendiendo por toda Francia, y después por el resto de la Europa occidental. Pronto el comentar las Sentencias se convirtió en uno de los diversos ejercicios que todo joven profesor debía cumplir antes de recibir su doctorado. Por ello, todos los grandes escolásticos a partir del siglo XIII compusieron comentarios sobre las Sentencias, que continuaron siendo el principal texto para el estudio de la teología católica hasta fines del siglo XVI.

San Buenaventura.


Juan de Fidanza era su nombre, y nació en Bañorea, Italia, en el 1221. Se dice que cuando era niño enfermó gravemente, y su madre se lo prometió a San Francisco (quien había muerto poco antes), y le dijo que si salvaba a su hijo éste sería franciscano. Cuando el niño sano, la madre dijo: “¡Oh, buena ventura!” Y de ese incidente se deriva el nombre por el que la posteridad lo conoce. Buenaventura hizo sus estudios universitarios en París, y fue también allí donde tomó el hábito franciscano. En el 1253, después de pasar varios años dando conferencias y comentando sobre las Escrituras y las Sentencias, recibió el doctorado. Cuatro años después los franciscanos lo eligieron como ministro general, cargo que ocupó con gran distinción hasta el 1274. Era la época de la lucha con los franciscanos “espirituales”, y la firmeza y moderación de Buenaventura le han valido el título de “segundo fundador de la orden”. En el 1274 fue hecho cardenal, y por ello renunció a su posición como ministro general. Se cuenta que, cuando le dieron aviso del honor que acababa de recibir, estaba ocupado en la cocina del convento, y le dijo al mensajero: “Gracias, pero estoy ocupado. Por favor, cuelga el capelo en el arbusto que hay en el patio”. Por esa razón, uno de los símbolos de Buenaventura es un capelo cardenalicio colgado de un arbusto. A los pocos meses de recibir este honor, Buenaventura murió, mientras asistía al Concilio de Lion. Buenaventura, a quien se le ha dado también el nombre de “Doctor Seráfico”, era ante todo un hombre de profunda piedad. Quien lee sus obras de teología sistemática, sin leer las que tratan acerca de los sufrimientos de Cristo, pierde lo mejor de ellas. Y quien lee sus escritos sistemáticos y conoce la profundidad de su devoción ve en ellos dimensiones que de otro modo pasarían inadvertidas. Este es el sentido de una de las muchas leyendas acerca de él, según la cual cuando su amigo Santo Tomás de Aquino le pidió que lo llevase a la biblioteca de donde tomaba tanta sabiduría, Buenaventura le mostró un crucifijo y le dijo: “He ahí la suma de mi sabiduría”. La teología del Doctor Seráfico es típicamente franciscana, por cuanto es ante todo “teología práctica”. Esto no quiere decir que se trate de una teología utilitaria, que sólo se interesa en lo que tiene aplicación directa, sino que su propósito principal es llevar a la bienaventuranza, a la comunión con Dios. Los primeros maestros franciscanos, siguiendo en ello al fundador de su orden, no tenían mucha paciencia con la especulación ociosa. Para ellos el propósito de la vida humana era la comunión con Dios, y la teología no era sino un instrumento para llegar a ese fin. Además, siguiendo en ello la tradición establecida en su época, Buenaventura era agustiniano. El Santo de Hipona era su principal mentor teológico. Esto puede verse particularmente en el modo en que el Doctor Seráfico entiende el conocimiento humano. Este no se logra mediante los sentidos o la experiencia sino mediante la iluminación directa del Verbo divino, en que están las ideas ejemplares de todas las cosas. Por esas razones, Buenaventura no se mostró muy dispuesto recibir las nuevas ideas filosóficas, con su inspiración aristotélica y lo que le parecía ser su inclinación racionalista. Como Anselmo había dicho mucho antes, Buenaventura creía que para entender era necesario creer, y no viceversa. Así, por ejemplo, la doctrina de la creación nos dice cómo hemos de entender mundo, y guía nuestra razón en ese entendimiento. Precisamente por no conocer esa doctrina Aristóteles afirmó la eternidad del mundo. Dicho de otro modo, Cristo, el Verbo, es el único maestro, en quien se encuentra toda sabiduría, y por tanto todo intento de conocer cosa alguna aparte de Cristo equivale a negar el centro mismo del conocimiento que se pretende tener. En todo esto, Buenaventura no era sobremanera original. Ese no era su propósito. Lo que él pretendía hacer, e hizo con gran habilidad, era mostrar que la teología tradicional, y sus fundamentos agustinianos, eran todavía válidos, y que no era necesario capitular ante la nueva filosofía, como lo hacían los “arroístas latinos”.

Santo Tomás de Aquino.


Quedaba empero otra alternativa, que no era la de los “averroístas” ni la de los agustinianos tradicionales. Esa alternativa consistía en explorar las posibilidades que la nueva filosofía ofrecía de llegar a un mejor entendimiento de la fe cristiana. Este fue el camino que siguieron Alberto el Grande y su discípulo Tomás de Aquino. Alberto, a quien pronto se le dio el título de “el Grande”, pasó la mayor parte de su carrera académica en las universidades de París y Colonia, aunque esa carrera se vio interrumpida repetidamente por los muchos cargos que ocupó en la iglesia, y las diversas tareas que se le asignaron. En el campo de la teología, Alberto tuvo la osadía de dedicarse a estudiar un sistema filosófico que la mayoría de los teólogos de su tiempo consideraba incompatible con el cristianismo. Aunque su obra no llegó a cristalizar en una síntesis coherente, sí sirvió para abrirle el camino a Tomás, su discípulo. Como hemos dicho, una de las cuestiones que se debatían entre los filósofos de la Facultad de Artes de París era la de la relación entre la fe y la razón, o entre la teología y la filosofía. Mientras los “averroístas” decían que la razón era completamente independiente de la fe, los teólogos tradicionales decían que la razón no podía proceder a la investigación filosófica sin el auxilio de la fe. Frente a estas dos posiciones, Alberto estableció una clara distinción entre la filosofía y la teología. La filosofía parte de principios autónomos, que pueden ser conocidos aun aparte de la revelación, y sobre la base de esos principios, mediante un método estrictamente racional, trata de descubrir la verdad. El verdadero filósofo no pretende probar lo que su mente no alcanza a comprender, aun cuando se trate de una verdad de fe. El teólogo, por otra parte, sí parte de verdades que son reveladas, y que no pueden descubrirse mediante el solo uso de la razón. Esto no quiere decir que las doctrinas teológicas sean menos seguras que las filosóficas, sino todo lo contrario, porque los datos de la revelación son más seguros que los de la razón, que puede errar. Quiere decir, además, que el filósofo, siempre y cuando permanezca en el ámbito de lo que la razón puede alcanzar, ha de tener libertad para proseguir su investigación, sin tener que acatar a cada paso las órdenes de la teología. Esto puede verse en el modo en que Alberto trata acerca de la cuestión de la eternidad del mundo. Como filósofo, confiesa que no puede demostrar que el mundo fue creado en el tiempo. Lo más que puede ofrecer son argumentos de probabilidad. Pero como teólogo sabe que el mundo fue hecho de la nada, y que no es eterno. Se trata entonces de un caso en el que la razón por sí sola no puede alcanzar la verdad. Y tanto el filósofo que trate de probar la eternidad del mundo, como el que trate de probar su creación de la nada, son malos filósofos, pues desconocen los límites de la razón. Antes de pasar a estudiar la vida y obra de Santo Tomás de Aquino, conviene señalar un dato interesante con respecto Alberto. Sus estudios de zoología, botánica y astronomía fueron extensísimos, y carecían de verdadero precedente en Edad Media. Esto no fue pura coincidencia, sino que se debía a la inspiración aristotélica de su filosofía. Si, como Aristóteles decía, todo conocimiento comienza en los sentidos, resulta importante estudiar el mundo que nos rodea, y aplicarle nuestras más agudas habilidades de percepción. Alberto el Grande era dominico, y también lo fue su discípulo más famoso, Santo Tomás de Aquino. Nacido alrededor del 1224 en las afueras de Nápoles, Tomás procedía de una familia noble. Todos sus hermanos y hermanas llegaron a ocupar altas posiciones en la sociedad italiana de su época. A Tomás, que era el más joven, sus padres le habían deparado la carrera eclesiástica, con la esperanza de que llegara a ocupar algún cargo de poder y prestigio, como el de abad de Montecasino. Tenía cinco años de edad cuando fue colocado en ese monasterio, aunque nunca tomó el hábito de los benedictinos. A los catorce, fue a estudiar a la universidad de Nápoles, donde por primera vez conoció la filosofía aristotélica. Todo esto era parte de la carrera que sus padres y familiares habían proyectado para él. Pero en el 1244 decidió hacerse dominico. Eran todavía los primeros años de la nueva orden, cuyos frailes mendicantes eran mal vistos por la gente adinerada. Por ello, su madre y sus hermanos (su padre había muerto poco antes) hicieron todo lo posible por obligarlo a abandonar su decisión. Cuando la persuasión no tuvo éxito, lo secuestraron y encarcelaron en el viejo castillo de la familia. Allí estuvo recluido por más de un año, mientras sus hermanos lo amenazaban y trataban de disuadirlo mediante toda clase de tentaciones. Por fin escapó, terminó su noviciado entre los dominicos, y fue a estudiar a Colonia, donde enseñaba Alberto el Grande. Quien lo conoció entonces, no pudo adivinar el genio que dormía en él. Era grande, grueso y tan taciturno que sus compañeros se burlaban de él llamándolo “el buey mudo”. Pero poco a poco a través de su silencio brilló su inteligencia, y la orden de los dominicos se dedicó a cultivarla. Con ese propósito pasó la mayor parte de su vida en círculos universitarios, particularmente en París, donde fue hecho maestro en el 1256. Su producción literaria fue extensísima. Sus dos obras más conocidas son la Suma contra gentiles y la Suma teológica. Pero además de ello produjo un comentario sobre las Sentencias, varios sobre las Escrituras y sobre diversas obras de Aristóteles, un buen número de tratados filosóficos, las consabidas “cuestiones disputadas”, y un sinnúmero de otros escritos. Murió en el 1274, cuando apenas contaba cincuenta años de edad, y su maestro Alberto vivía todavía. No podemos repasar aquí toda la filosofía y la teología “tomista” (se le da ese nombre a la escuela que él fundó). Baste tratar acerca de la relación entre la fe y la razón, de sus pruebas de la existencia de Dios, y de la importancia de su obra en siglos posteriores. En cuanto a la relación entre la fe y la razón, Tomás sigue la pauta trazada por Alberto, pero define su posición más claramente. Según él, hay verdades que están al alcance de la razón, y otras que la sobrepasan. La filosofía se ocupa sólo de las primeras. Pero la teología no se ocupa sólo de las últimas. Esto se debe a que hay verdades que la razón puede demostrar, pero que son necesarias para la salvación. Puesto que Dios no limita la salvación a las personas que tienen altas dotes intelectuales, tales verdades necesarias para la salvación, aun cuando la razón puede demostrarlas, han sido reveladas. Luego, tales verdades pueden ser estudiadas tanto por la filosofía como por la teología.


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Tomas de Aquino
Tomemos por ejemplo la existencia de Dios. Sin creer que Dios existe no es posible salvarse. Por ello, Dios ha revelado su propia existencia. La autoridad de la iglesia basta para creer en la existencia de Dios. Nadie puede excusarse y decir que se trata de una verdad cuya demostración requiere gran capacidad intelectual. La existencia de Dios es un artículo de fe, y la persona más ignorante puede aceptarla sencillamente sobre esa base. Pero esto no quiere decir que esa existencia se halle por encima de la razón. Esta puede demostrar lo que la fe acepta. Luego, la existencia de Dios es tema tanto para la teología como para la filosofía, aunque cada una de ellas llega a ella por su propio camino. Y aun más, la investigación racional nos ayuda a comprender más cabalmente lo que por fe aceptamos. Esa es la función de las famosas cinco vías que Santo Tomás sigue para probar la existencia de Dios. Todas estas vías son paralelas, y no es necesario seguirlas todas. Baste decir que todas ellas comienzan con el mundo que conocemos mediante los sentidos, y a partir de él se remontan a la existencia de Dios. La primera vía, por ejemplo, es la del movimiento, y dice sencillamente que el movimiento del mundo ha de tener una causal inicial, y que esa causa es Dios. Lo que resulta interesante es comparar estas pruebas de la existencia de Dios con la de Anselmo que hemos expuesto más arriba en este capítulo. El argumento de Anselmo desconfía de los sentidos, y parte por tanto de la idea del Ser Supremo. Los de Tomás siguen una ruta completamente distinta, puesto que parten de los datos de los sentidos, y de ellos se remontan a la idea de Dios. Esto es consecuencia característica de la inspiración platónica de Anselmo frente a la aristotélica de Tomás. El primero cree que el verdadero conocimiento se encuentra exclusivamente en el campo de las ideas. El segundo cree que ese conocimiento parte de los sentidos.

La importancia de Santo Tomás para el curso posterior de la teología fue enorme, debido en parte a la estructura de su pensamiento, pero sobre todo al modo en que supo unir la doctrina tradicional de la iglesia con la nueva filosofía. En cuanto a lo primero, la Suma teológica se ha comparado a una vasta catedral gótica. Como veremos en el próximo capítulo, las catedrales góticas llegaron a ser imponentes edificios en los que cada elemento de la creación, desde el infierno hasta el cielo, tenía su lugar, y en que todos los elementos existían en perfecto equilibrio. De igual modo, la Suma teológica es una imponente construcción intelectual. Aun quien no concuerde con lo que Tomás dice en ella, no podrá negarle su belleza arquitectónica, su simetría en la que todo parece caer en su justo lugar. Empero la importancia de Tomás se debe sobre todo al modo en que supo hacer uso de una filosofía que otros veían como una seria amenaza a la fe, y que él convirtió en un instrumento en manos de esa misma fe. Durante siglos, la orientación platónica había dominado la teología de la iglesia occidental, a consecuencia de un largo proceso que hemos ido narrando en el curso de nuestra historia. Pero en todo caso, después que la teología de Agustín se impuso en el Occidente, junto a ella se impuso la filosofía platónica. Esa filosofía tenía grandes valores para el cristianismo, sobre todo en sus primeras luchas contra los paganos. En ella se hablaba de un Ser Supremo único e invisible. En ella se hablaba de otro mundo, superior a éste que perciben nuestros sentidos. En ella se hablaba, en fin, de un alma inmortal, que el fuego y las fieras no podían destruir. Pero el platonismo también encerraba graves peligros. El más serio de ellos era la posibilidad de que los cristianos se desentendieran cada vez más del mundo presente, que según el testimonio bíblico es creación de Dios. También existía el peligro de que la encarnación, la presencia de Dios en un ser humano de carne y hueso, quedara relegada a segundo plano, pues la perspectiva platónica llevaba a quienes la seguían a interesarse, no por realidades temporales, que pudieran colocarse en un momento particular de la historia humana, sino más bien en las verdades inmutables. Como personaje histórico, Jesucristo tendía entonces a desvanecerse, mientras la atención de los teólogos se centraba en el Verbo eterno de Dios. El advenimiento de la nueva filosofía amenazaba entonces buena parte del edificio que la teología tradicional había construido con la ayuda del platonismo. Por ello fueron muchos los que reaccionaron violentamente contra Aristóteles, y prohibieron que se leyeran sus libros o se enseñaran sus doctrinas. Esta era una reacción normal por parte de quienes veían peligrar su modo de entender la fe. Y sin embargo, la teología que Tomás propuso, aun en medio de la oposición de casi toda la iglesia de su tiempo, a la postre fue reconocida como mejor expresión de la doctrina cristiana.

LA SANTA INQUISICIÓN


“El peor inconveniente [de la instrucción inquisitorial], desde el punto de vista del preso, era la imposibilidad de una defensa adecuada. El papel de su abogado estaba limitado a presentar artículos de defensa a los jueces; aparte de esto no se permitían más argumentos ni preguntas. Esto significaba que, en realidad, los inquisidores eran a la vez juez y jurado, acusación y defensa, y la suerte del preso dependía enteramente del humor y el carácter de los inquisidores”.
Henry Kamen

                    Con el término Inquisición se hace referencia a diversas instituciones creadas con el fin de suprimir la herejía – doctrina mantenida en oposición al dogma de cualquier iglesia –, dentro del seno de la Iglesia Católica. La Inquisición medieval, de la que derivarían todas las demás, fue fundada en 1184 en el sur de Francia para combatir la herejía de los cátaros o albigenses, pero tuvo poco efecto al no proporcionarse apenas medios. La Inquisición en sí no se constituyó hasta 1231, con los estatutos Excommunicamus del papa Gregorio IX. Con ellos el papa redujo la responsabilidad de los obispos en materia de ortodoxia, sometió a los inquisidores bajo la jurisdicción del pontificado, y estableció severos castigos. El cargo de inquisidor fue confiado casi en exclusiva a los franciscanos y a los dominicos, a causa de su mejor preparación teológica y su supuesto rechazo de las ambiciones mundanas. En un principio, esta institución se implantó sólo en Alemania y Aragón, aunque poco después ya se extendió al resto de Europa, siendo su influencia diferente según el país. En España, los reyes católicos Isabel y Fernando fundaron el Tribunal de la Santa Inquisición en 1478, con la bendición del papa Sixto IV. El Tribunal estaba integrado por eclesiásticos, conocedores del dogma y moral católica. Ellos se encargaban de juzgar los delitos relacionados con la fe y las buenas costumbres. Este Tribunal también era el responsable de juzgar a aquellos que tenían otras religiones como los musulmanes y los judíos, además de vigilar la sinceridad de sus conversiones.

Métodos de tortura empleados.


La Inquisición fue un tribunal eclesiástico establecido en Europa durante la Edad Media para castigar los delitos contra la fe. Sus víctimas eran las brujas, los homosexuales, los blasfemos, los herejes (cristianos que niegan algunos de los dogmas de su religión) y los acusados de judaizar en secreto. Los acusados eran brutalmente interrogados, mediante torturas, y ejecutados sin ninguna piedad, requisándose sus bienes. Veamos algunos ejemplos de tortura.

Torturas para el castigo ejemplarizante y la humillación pública: Se trataba de objetos que se le colocaban al reo para humillarle ante los ciudadanos; éste era insultado y maltratado por la muchedumbre mientras el verdugo multiplicaba su tormento, de distintas maneras, según cuál fuera el instrumento que se impusiera. Estos instrumentos de condena se imponían por las causas menos graves, como desobediencia, desorden público, a los vagos, borrachos y a quienes no cumplían con sus obligaciones religiosas. Un ejemplo de este tipo de tortura es la flauta del alborotador: en este instrumento, hecho de hierro, el collar se cerraba fuertemente al cuello de la víctima, sus dedos eran aprisionados con mayor o menor fuerza, a voluntad del verdugo, llegando a aplastar la carne, huesos y articulaciones de los dedos.

Objetos vinculados al castigo físico y tortura de los reos: La finalidad de estos objetos era causar un largo dolor, y en su mayoría provocaban una muerte agonizante. Hay dos instrumentos llamativos: La dama de hierro, que consistía en un gran sarcófago con forma de muñeca en cuyo interior, repleto de púas, se situaba a la víctima y se cerraba, quedando todas las púas clavadas en su cuerpo. El otro instrumento a destacar es la cuna de Judas, una pirámide de madera o hierro, sobre la cual se alzaba a la víctima, y una vez arriba, se la dejaba caer sobre ella, desgarrando el ano o la vagina.

Instrumentos que tenían como objetivo final la ejecución: Están diseñados para causar la muerte, pero dejar al reo sentir el tormento que se le aplicaba. Dos de los instrumentos de este grupo son: El aplastacabezas, un instrumento que primero rompía la mandíbula de la víctima, después se hacían brechas en el cráneo y, por último, el cerebro se “escurre” por la cavidad de los ojos y entre los fragmentos del cráneo. También está la sierra, más que un instrumento es una forma de tortura y ejecución. Es muy sencilla pero a la vez muy eficaz, consistía simplemente en colgar a la víctima “boca abajo” y cortarla por la mitad partiendo de la ingle, con una sierra muy afilada. El reo siente todo el proceso hasta que la sierra avanza un poco más del ombligo, en ese momento la víctima muere. A este proceso eran condenados los homosexuales, sobre todo los hombres.

Aparatos creados para torturar específicamente a las mujeres: No fueron escasos los objetos ideados para torturar y hacer sufrir a mujeres acusadas de brujería, prostitución o adulterio. Normalmente, pocas mujeres eran acusadas de herejía. El cinturón de castidad es el instrumento más destacado en este bloque, aunque no fuera exactamente un medio de tortura, sino que más bien se usaba para garantizar la fidelidad de las esposas durante los períodos de largas ausencias de los maridos, y sobre todo de las mujeres de los cruzados que partían para Tierra Santa. La fidelidad era de este modo asegurada durante períodos breves de un par de días o como máximo de pocas semanas, nunca por tiempo más dilatado. No podía ser así, porque una mujer trabada de esta manera perdería en breve la vida a causa de las infecciones ocasionadas por la acumulación tóxica no retirada, las abrasiones y las magulladuras provocadas por el mero contacto con el hierro. La pera oral, rectal o vaginal: era un instrumento con forma de “pera al revés”, hecho de hierro que terminaba con una llave de bronce y un gran tornillo. Fue creado para torturar a las mujeres, pero más adelante se descubrió que también era muy eficaz para los hombres. Se embutían en la boca, recto o vagina de la víctima, y allí se desplegaban por medio del tornillo hasta su máxima apertura. El interior de la cavidad quedaba dañado irremediablemente. Las puntas que sobresalen del extremo de cada segmento servían para desgarrar mejor el fondo de la garganta, del recto o de la cerviz del útero. La pera oral normalmente se aplicaba a los predicadores heréticos. La pera vaginal, en cambio, estaba destinada a las mujeres culpables de tener relaciones con Satanás o con uno de sus familiares, y la rectal a los homosexuales.


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La Santa Inquisición

LOS MÁRTIRES DE LA SANTA INQUISICIÓN


“Mi Señor Jesús fue atado con una cadena más dura que ésta por mi causa; ¿por qué debería avergonzarme de ésta tan oxidada?”.
John Huss

                  Desde su aparición y dirigida especialmente por Domingo y su orden de los predicadores, la santa inquisición cobro miles de muertes alrededor de toda Europa, siendo la de España la más temible. En este periodo macabro de cruel y sangrienta persecución perdieron la vida incontables victimas que no se sujetaron a los dogmas heréticos de la iglesia católica, hoy estudiaremos la vida de algunos de ellos y terminaremos en el umbral de un nuevo episodio de la historia de la iglesia: los primeros rayos de la reforma. John Fox en su libro los Mártires nos detalle el martirio de algunos de ellos.

Nicholas Burton.


El cinco de noviembre de alrededor del año 1560 de nuestro Señor, el señor Nicholas Burton, ciudadano de Londres y mercader, que vivía en la parroquia de San Bartolomé el menor de manera pacífica y apacible, llevando a cabo su actividad comercial, y hallándose en la ciudad de Cádiz, en Andalucía, España, acudió a su casa un Judas, o, como ellos los llaman, un familiar de los padres de la Inquisición; éste, pidiendo por el dicho Nicholas Burton, fingió tener una carta que darle a la mano, y por este medio pudo hablar con él personalmente. No teniendo carta alguna que darle, le dijo el dicho familiar, por el ingenio que le había dado su amo el diablo, que tomara carga para Londres en los barcos que el dicho Nicholas hubiera fletado para su carga, si quería dejarle alguno; esto era en parte para saber dónde cargaba sus mercancías, y principalmente para retrasarlo hasta que llegara el sargento de la Inquisición para prender a Nicholas Burton, lo que se hizo finalmente. El, sabiendo que no le podían acusar de haber escrito, hablado o hecho cosa alguna en aquel país contra las leyes eclesiásticas o temporales del reino, les preguntó abiertamente de qué le acusaban que lo arrestaran así, y les dijo que lo hicieran, que él respondería a tal acusación.  Pero ellos nada le respondieron, sino que le ordenaron, con amenazas, que se callara y que no les dijera una sola palabra a ellos. Así lo llevaron a la inmunda cárcel común de Cádiz, donde quedó encadenado durante catorce días entre ladrones. Durante todo este tiempo instruyó de tal manera a los pobres presos en la Palabra de Dios, en conformidad al buen talento que Dios le había otorgado a este respecto, y también en el conocimiento de la lengua castellana, que en aquel breve tiempo consiguió que varios de aquellos supersticiosos e ignorantes españoles abrazaran la Palabra de Dios y rechazaran sus tradiciones papistas. Cuando los oficiales de la Inquisición supieron esto, lo llevaron cargado de cadenas desde allí a una ciudad llamada  Sevilla, a una cárcel más cruel y apiñada llamada Triana, en la que los dichos padres de la Inquisición procedieron contra él en secreto en base de su usual cruel tiranía, de modo que nunca se le permitió ya ni escribir ni hablar a nadie de su nación; de modo que se desconoce hasta el día de hoy quién fue su acusador.

Después, el día veinte de diciembre, llevaron a Nicholas Burton, con un gran número de otros presos, por profesar la verdadera religión cristiana, a la ciudad de Sevilla, a un lugar donde los  dichos inquisidores se sentaron en un tribunal que ellos llaman auto. Lo habían vestido con un sambenito, una especie de túnica en la que había en diversos lugares pintada la imagen de un gran demonio atormentando un alma en una llama de fuego, y en su cabeza le habían puesto una coroza con el mismo motivo. Le habían puesto un aparato en la boca que le forzaba la lengua fuera, aprisionándola, para que no pudiera dirigir la palabra a nadie para expresar ni su fe ni su conciencia, y fue puesto junto a otro inglés de Southampton, y a varios otros condenados por causas religiosas, tanto franceses como españoles, en un cadalso delante de la dicha Inquisición, donde se leyeron y pronunciaron contra ellos sus juicios y sentencias. Inmediatamente después de haber pronunciado estas sentencias, fueron llevados de allí al lugar de ejecución, fuera de la ciudad, donde los quemaron cruelmente. Dios sea alabado por la constante fe de ellos. Este Nicholas Burton mostró un rostro tan radiante en medio de las llamas, aceptando la muerte con tal paciencia y gozo, que sus atormentadores y enemigos que estaban junto a él, se dijeron que el diablo había tomado ya su alma antes de llegar al fuego; y por ello dijeron que había perdido la sensibilidad al sufrimiento. Lo que sucedió tras el arresto de Nicholas Burton fue que todos los bienes y mercancías que había traído consigo a España para el comercio le fueron confiscadas, según lo que ellos solían hacer; entre aquello que tomaron había muchas cosas que pertenecían a otro mercader inglés, que le había sido entregado como comisionado. Así, cuando el otro mercader supo que su comisionado estaba arrestado, y que sus bienes estaban confiscados, envió a su abogado a España, con poderes suyos para reclamar y demandar sus bienes. El nombre de este abogado era John Fronton, ciudadano de Bristol. Cuando el abogado hubo desembarcado en Sevilla y mostrado todas las cartas y documentos a la casa santa, pidiéndoles que aquellas mercancías le fueran entregadas, le respondieron que tenía que hacer una demanda por escrito, y pedir un abogado (todo ello, indudablemente, para retrasarlo), e inmediatamente le asignaron uno para que redactara su súplica, y otros documentos de petición que debía exhibir ante su santo tribunal, cobrando ocho reales por  cada documento. Sin embargo, no le hicieron el menor caso a sus papeles, como si no hubiera entregado nada. Durante tres o cuatro meses, este hombre no se perdió acudir cada mañana y tarde al palacio del inquisidor, pidiéndoles de rodillas que le concedieran su solicitud, y de manera especial al obispo de Tarragona, que era en aquellos tiempos el jefe de la Inquisición en Sevilla, para que él, por medio de su autoridad absoluta, ordenara la plena restitución de los bienes. Pero el botín era tan suculento y enorme que era muy difícil desprenderse de él. Finalmente, tras haber pasado cuatro meses enteros en pleitos y ruegos, y también sin esperanza alguna, recibió de ellos la respuesta de que debía presentar mejores evidencias y traer certificados más completos desde Inglaterra como prueba de su demanda que la que había presentado hasta entonces ante el tribunal. Así, el demandante partió para Londres, y rápidamente volvió a Sevilla, con más amplias y completas cartas de testimonio, y certificados, según le había sido pedido, y presentó todos estos documentos ante el tribunal. Sin embargo, los inquisidores seguían sacándoselo de encima, excusándose por falta de tiempo, y por cuanto estaban ocupados en asuntos más graves, y con respuestas de esta especie lo fueron esquivando, hasta cuatro meses después. Al final, cuando el demandante ya casi había gastado casi todo su dinero, y por ello argüía más intensamente por ser atendido, le pasaron toda la cuestión al obispo, quien, cuando el demandante acudió a él, le respondió así: «Que por lo que a él respectaba, sabía lo que debía hacerse; pero él sólo era un hombre, y la decisión pertenecía a los otros comisionados, y no sólo a él»; así, pasándose unos el asunto a los otros, el demandante no pudo obtener el fin de su demanda. Sin embargo, por causa de su importunidad, le dijeron que habían decidido atenderle. Y la cosa fue así: uno de los inquisidores, llamado Gasco, hombre muy bien experimentado en estas prácticas, pidió al demandante que se reuniera con él después de la comida. Aquel hombre se sintió feliz de oír las nuevas, suponiendo que le iban a entregar sus mercancías, y que le habían llamado con el propósito de hablar con el que estaba encarcelado para conferenciar acerca de sus cuentas, más bien por un cierto mal entendido, oyendo que los inquisidores decían que sería necesario que hablara con el preso, y con ello quedando más que medio convencido de que al final iban a actuar de buena fe. Así, acudió allí al caer la tarde. En el acto que llegó, lo entregaron al carcelero, para que lo encerrara en la mazmorra que le habían asignado. El demandante, pensando al principio que había sido llamado para alguna otra cosa, y al verse, en contra de lo que pensaba, encerrado en una oscura mazmorra, se dio cuenta finalmente de que no le darían las cosas como habla pensado. Pero al cabo de dos o tres días fue llevado al tribunal, donde comenzó a demandar sus bienes; y por cuanto se trataba de algo que les servía bien sin aparentar nada grave, le invitaron a que recitara la oración Ave María: Ave María gratia plena, Dominas tecum, benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui Jesús Amen. Esta oración fue escrita palabra por palabra conforme él la pronunciaba, y sin hablar nada más acerca de reclamar sus bienes, porque ya era cosa innecesaria, lo mandaron de nuevo a la cárcel, y entablaron proceso contra él como hereje, porque no había dicho su Ave María a la manera romanista, sino que había terminado de manera muy sospechosa, porque debía haber añadido al final: Sancta María mater Dei, ora pro nobis peccatoribus. Al omitir esto, había evidencia suficiente (dijeron ellos) de que no admitía la mediación de los santos. Así suscitaron un proceso para detenerlo en la cárcel por más tiempo, y luego llevaron su caso a su tribunal disfrazado de esta manera, y allí se pronunció sentencia de que debería perder todos los bienes que había demandado, aunque no fueran suyos, y además sufrir un año de cárcel. Mark Brughes, inglés y patrón de una nave inglesa llamada el Minion,  fue quemado en una ciudad en Portugal.

El Dr. Egidio.


El doctor Egidio había sido educado en la universidad de Alcalá, donde recibió varios títulos, y se aplicó de manera particular al estudio de las Sagradas Escrituras y de la teología escolástica. Cuando murió el profesor de teología, él fue elegido para tomar su lugar, y actuó para tal satisfacción de todos que su reputación de erudición y piedad se extendió por toda Europa. Egidio, sin embargo, tenía sus enemigos, y estos se quejaron de él ante la Inquisición, que le enviaron una cita, y cuando compareció, le enviaron a un calabozo.Como la mayoría de los que pertenecían a la iglesia catedral de Sevilla, y muchas personas que pertenecían al obispado de Dortois, aprobaban totalmente las doctrinas de Egidio, que consideraban perfectamente coherentes con la verdadera religión, hicieron una petición al emperador en su favor. Aunque el monarca había sido educado como católico romano, tenía demasiado sentido común para ser un fanático, y por ello envió de inmediato una orden para que fuera liberado. Poco después visitó la iglesia de Valladolid, e hizo todo en su mano por promover la causa de la religión. Volviendo a su casa, poco después enfermó, y murió en la más extrema vejez. Habiéndose visto frustrados los inquisidores de satisfacer su malicia contra él mientras vivía, decidió (mientras todos los pensamientos del emperador se dirigían a una campaña militar) a lanzar su venganza contra él ya muerto. Así, poco después que muriera ordenaron que sus restos fueran exhumados, y se emprendió un proceso legal, en el que fueron condenados a ser quemados, lo que se ejecutó.

El Dr. Constantino.


El doctor Constantino era un amigo íntimo del ya mencionado doctor Egidio, y era un hombre de unas capacidades naturales inusuales y de profunda erudición. Además de conocer varias lenguas modernas, estaba familiarizado con las lenguas latina, griega y hebrea, y no sólo conocía bien las ciencias llamadas abstractas, sino también las artes que se denominan como literatura amena. Su elocuencia le hacía placentero, y la rectitud de su doctrina lo hacía un predicador provechoso; y era tan popular que nunca predicaba sin multitudes que le escucharan. Tuvo muchas oportunidades para ascender en la Iglesia, pero nunca quiso aprovecharlas. Si se le ofrecían unas rentas mayores que la suya, rehusaba, diciendo: «Estoy satisfecho con lo que tengo»; y con frecuencia predicaba tan duramente contra la simonía que muchos de sus superiores, que no eran tan estrictos acerca de esta cuestión, estaban en contra de sus doctrinas por esta cuestión. Habiendo quedado plenamente confirmado en el protestantismo por el doctor Egidio, predicaba abiertamente sólo aquellas doctrinas que se conformaban a la pureza del Evangelio, sin las contaminaciones de los errores que en varias eras se infiltraron en la Iglesia Romana. Por esta razón tenía muchos enemigos entre los católico - romanos, y algunos de ellos estaban totalmente dedicados a destruirle. Un digno caballero llamado Scobaria, que había fundado una escuela para clases de teología, designó al doctor Constantino para que fuera profesor en ella. De inmediato emprendió  él la tarea, y leyó conferencias, por secciones, acerca de Proverbios, Eclesiastés, y Cantares; comenzaba a exponer el Libro de Job cuando fue aprehendido por los inquisidores. El doctor Constantino había depositado varios libros con una mujer llamada Isabel Martín, que para él eran muy valiosos, pero que sabía que para la inquisición eran perniciosos. Esta mujer, denunciada como protestante, fue prendida, y, después de un breve proceso, se ordenó la confiscación de sus bienes. Pero antes que los oficiales llegaran a su casa, el hijo de la mujer había hecho sacar varios baúles llenos de los artículos más valiosos, y entre ellos estaban los libros del doctor Constantino. Un criado traidor dio a conocer esto a los inquisidores, y despacharon un oficial para exigir los baúles. El hijo, suponiendo que el oficial sólo quería los libros de Constantino, le dijo: «Sé lo que busca, y se lo daré inmediatamente.» Entonces le dio los libros y papeles del doctor Constantino, quedando el oficial muy sorprendido al encontrar algo que no se esperaba. Sin embargo, le dijo al joven que estaba contento que le diera estos libros y papeles, pero que tenía sin embargo que cumplir la misión que le había sido encomendada, que era llevarlo a él y los bienes que había robado a los inquisidores, lo que hizo de inmediato; el joven bien sabía que sería en vano protestar o resistirse, y por ello se sometió a su suerte. Los inquisidores, en posesión ahora de los libros y escritos de Constantino, tenían ahora material suficiente para presentar cargos en su contra. Cuando fue llamado a un interrogatorio, le presentaron uno de sus papeles, preguntándole si conocía de quién era la escritura. Dándose cuenta que era todo suyo, supuso lo sucedido, confesó el escrito, y justificó la doctrina en él contenida, diciendo: en esto ni en ninguno de mis escritos me he apartado jamás de la verdad del Evangelio, sino que siempre he tenido a la vista los puros preceptos de Cristo, tal como Él los entregó a la humanidad. Después de una estancia de más de dos años en la cárcel, el doctor Constantino fue víctima de una enfermedad que le  provocó una hemorragia, poniendo fin a sus miserias en este mundo. Pero el proceso fue concluido contra su cuerpo, que fue quemado públicamente.

William Gardiner.


William Gardiner nació en Bristol, recibió una educación tolerable, y fue, en una edad apropiada, puesto bajo los cuidados de un mercader llamado Paget. A la edad de veintiséis años fue enviado, por su amo, a Lisboa, para actuar como factor. Aquí se aplicó al estudio del portugués, llevó a cabo su actividad con eficacia y diligencia, y se comportó con la más atrayente afabilidad con todas las personas, por poco que las conociera. Mantenía mayor relación con unos pocos que conocía como celosos protestantes, evitando al mismo tiempo con gran cuidado dar la más mínima ofensa a los católico- romanos. Sin embargo, no había asistido nunca a ninguna de las iglesias papistas. Habiéndose concertado el matrimonio entre el hijo del rey de Portugal y la Infanta de España, en el día del casamiento el novio, la novia y toda la corte asistieron a la iglesia catedral, concurrida por multitudes de todo rango, y entre el resto William Gardiner, que estuvo presente durante toda la ceremonia, y que quedó profundamente afectado por las supersticiones que contempló. El erróneo culto que había contemplado se mantenía constante en su mente; se sentía desgraciado al ver todo un país hundido en tal idolatría, cuando se podría tener tan fácilmente la  verdad del Evangelio. Por ello, tomó la decisión, loable pero inconsiderada, de llevar a cabo una reforma en Portugal, o de morir en el intento, y decidió sacrificar su prudencia a su celo, aunque llegara a ser mártir por ello. Para este fin concluyó todos sus asuntos mundanos, pagó todas sus deudas, cerró sus libros y consignó su mercancía.  Al siguiente domingo se dirigió de nuevo a la iglesia catedral, con un Nuevo Testamento en su mano, y se dispuso cerca del altar. Pronto aparecieron el rey y la corte, y un cardenal comenzó a decir la Misa; en aquella parte de la ceremonia en la que el pueblo adora la hostia, Gardiner no pudo contenerse, sino que saltando hacia el cardenal, le cogió la hostia de las manos, y la pisoteó. Esta acción dejó atónita a toda la congregación, y una persona, empuñando una daga, hirió a Gardiner en el hombro, y lo habría matado, asestándole otra puñalada, si el rey no le hubiera hecho desistir. Llevado Gardiner ante el rey, éste le preguntó quién era, contestándole: «Soy inglés de nacimiento, protestante de religión, y mercader de profesión. Lo que he hecho no es por menosprecio a vuestra regia persona; Dios no quiera, sino por una honrada indignación al ver las ridículas supersticiones y las burdas idolatrías que aquí se practican.» El rey, pensando que habría sido inducido a este acto por alguna otra persona, le preguntó quién le había llevado a cometer aquello, a lo que él replicó: «Sólo mi conciencia. No habría arriesgado mi vida de este modo por ningún hombre vivo, sino que debo este y todos mis otros servicios a Dios.» Gardiner fue mandado a la cárcel, y se emitió  una orden de apresar a todos los ingleses en Lisboa. Esta orden fue cumplida en gran medida (unos pocos escaparon) y muchas personas inocentes fueron torturadas para hacerles confesar si sabían algo acerca del asunto. De manera particular, un hombre que vivía en la misma casa que Gardiner fue tratado con una brutalidad sin paralelo para hacerle confesar algo que arrojara algo de luz sobre esta cuestión. El mismo Gardiner fue luego torturado de la forma más terrible, pero en medio de sus tormentos se gloriaba en su acción. Sentenciado a muerte, se encendió una gran hoguera cerca de un cadalso. Gardiner fue subido al cadalso mediante poleas, y luego bajado cerca del fuego, pero sin llegar a tocarlo; de esta manera lo quemaron, o mejor dicho, lo asaron a fuego lento. Pero soportó sus sufrimientos pacientemente, y entregó animosamente su alma al Señor. Es de observar que algunas de las chispas que fueron arrastradas del fuego que consumió a Gardiner por medio del viento quemaron uno de los barcos de guerra del rey, y causaron otros considerables daños. Los ingleses que fueron detenidos en esta ocasión fueron todos liberados poco después de la muerte de Gardiner, excepto el hombre que vivía en la misma casa que él, que estuvo detenido por dos años antes de lograr su libertad.

CAÍDA DE CONSTANTINOPLA


“Los historiadores fijan la caída de Constantinopla, en 1453, como el punto de la división entre los tiempos medievales y modernos. El Imperio Griego nunca se recobró de la conquista de los cruzados en 1204”.
Jesse Lyman Hurlbut


                  La caída de Constantinopla da inicio al fin de la Edad Media. Al ser tomada Constantinopla el comercio y el enlace cultural entre Asia y Europa se ve cortada, dando inicio a escasez de muchos productos necesarios. Con esto da origen a la búsqueda de nuevas rutas comerciales, ocasionando así el descubrimiento de América y dando inicio a la Edad Moderna. Mientras el Imperio Bizantino entro en plena decadencia, comenzó a formarse en el Asia Menor un nuevo imperio conocido como el Imperio de los Turcos los cuales estaban emparentados con los mongoles del Turquestán y eran gobernados por sultanes. En el año 1296 surgieron los Otomanos los cuales eran turcos que se habían  separado de otras tribus de Turkestán al mando de su caudillo Otmán u Osmán, estos avanzaron conquistando varias provincias y al final en el año 1453 Constantinopla cayó bajo el ataque del ejército turco comandado por Mohamed II. De esto Jesse Lyman Hurlbut nos comenta: “En solo día el templo de Santa Sofía se transformó en una mezquita y Constantinopla fue hasta 1920 la ciudad de los sultanes y la capital Imperio Turco. En 1923, declararon Ankara capital de Turquía. La Iglesia Griega continúa con su patriarca, despojado de todo menos de su autoridad eclesiástica, con residencia en Constantinopla (Estambul). Con la caída de Constantinopla en 1453, termina el período de la iglesia medieval”.  


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La caída de Constantinopla


1 comentario:

  1. si no conocemos nuestra historia estamos condenados a repetirla. Gracias por este estudio tan maravilloso. desde colombia Luis Fernando Herrera

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